Vamos por partes. En primer lugar, no tiene sentido una Cena Navideña si no lleva una importante carga de familiaridad. No hay que olvidar que lo que fundamentalmente se rememora es la venida de un vástago a la Sagrada Familia. ¡Casi nada!
En consecuencia, qué absurdo prescindir de la Familia para su conmemoración; en casa, incluso, tenemos la saludable costumbre de ampliar nuestro círculo familiar con algún invitado que aún sin pertenecer estrictamente al mismo, está muy próximo a él: siempre hay alguien en soledad que agradece muy de veras compartir ése maravilloso momento de amor y solidaridad que es la Cena.
Ahora vamos con el menú. Por supuesto que algo de especial tiene que tener; faltaría más. Pero de eso a convertirlo en un festín rayante en la gula, va un rato. Lo importante, dicen los sibaritas del mantel, es “degustar”,no atragantar el estómago. No a la cantidad, sí a la calidad.
Y, ¿qué decir de la bebida? ¿Alguien, cabalmente, puede asegurar que la décima copa sabe mejor que las dos primeras?
Respecto de los mazapanes y turrones, pues más de lo mismo. La sensación de “exceso de masa” en el estómago, es algo así como si nos hubieran puesto encima del mismo un saco de cemento, ¿ó no?
El entorno de la Cena, compañía familiar aparte, para alcanzar su cuota máxima de felicidad debe contener un BELÉN, por pequeño y simple que sea. De lo contrario, ¿cómo recordar qué celebramos?, ¿hacia dónde dirigiremos nuestros villancicos?
Y por último, si nuestra Fe nos lo permite, pues una asistencia a la Misa del Gallo puede suponer un magnífico broche de oro a la velada. ¡Ah!, y con lo agradable que resulta a la vuelta en casa esa última copita de champán, a solas en pareja, con los peques durmiendo como lo que son: como angelitos…
Termino como empecé; para aquellos que no tengan ninguno de los componentes expuestos en su velada de la noche del 24, mi recuerdo de la obra de Veber: sin duda su cena será eso: la cena de los idiotas…
¡FELIZ CENA DE NAVIDAD PARA EL RESTO, AMIGOS!
