De vez en cuando mi viejo amigo Paolo, un periodista veterano en Italia y querido y conocido en la Sala de Prensa de Roma, me llama y me cuenta sus cosas y sus quejas. Para comentarlas conmigo escoge siempre quejas sobre su trabajo en el periódico. No le pagan lo suficiente; no le dan suficiente autonomía para sus artículos; no respetan todo lo que él quisiera hacer como periodista y como persona.
Lo muy especial del caso es que Paolo tiene 88 años y desde años continúa a cargo de un servicio determinado dentro de su periódico. Sin embargo, le cuesta darse cuenta de que tener un trabajo remunerado como el suyo a los 88 años es un privilegio que tienen muy pocas personas.
Además del trabajo, tiene otras cosas que le molestan, como la situación política del país, la ineptitud de los gobernantes o las faltas de algún miembro de su familia. Me habla de ellas sin pararse en detalles y como de algo que se ha resignado a aceptar ya que no hay más remedio. Cuando me llama hablamos muy poco de ellas.
Cada vez que me llama, después de escuchar sus quejas yo le comento, como siempre: “Oye Paolo, tienes unos cuantos años y en lugar de quejarte deberías darle las gracias a la dirección de tu periódico por permitir que continúes haciendo un trabajo que te gusta, que sabes hacer muy bien, y que, aunque no ganes mucho, te sirve como suplemento para vivir mejor, disfrutar con lo que haces y no aburrirte en tu día a día.”
Él me escucha atentamente y rápidamente me dice que tengo razón. Me da las gracias por mis consejos y por mi cariño. Me dice que otra vez le he ayudado muchísimo y que, efectivamente, no debería quejarse por la suerte que tiene con su trabajo. Me asegura una vez más que no volverá a hacerlo.
Yo ya le conozco y sé que después de algún tiempo volverá a las andadas y me volverá a llamar y yo volveré a decirle más o menos lo mismo. Me encantará haberle ayudado y me sentiré muy bien al respecto. No hay nada mejor que ayudar un amigo y él me lo hace muy fácil.
Grazie Paolo. Te quiero mucho.
