En la biblioteca del barco donde mi mujer y yo disfrutamos de un crucero por el Báltico, había mesas de juego. De vez en cuando pasábamos un rato jugando y aprovechando las magníficas vistas del mar y de las riberas de los países que íbamos bordeando.
Una tarde, mientras jugábamos rummikub, se nos acercó un matrimonio de mejicanos que habíamos conocido antes, Gerardo y Marina. Nos comentaron que ellos eran apasionados de este juego . Nos preguntaron si nos molestaba que ellos hicieran sugerencias y nosotros les dijimos que estábamos encantados de escucharlas, ya que siempre resulta interesante aprender nuevas formas de jugar.
Mientras ellos me aconsejaban a mí, mi mujer seguía jugando a su aire cuando le tocaba su turno. De pronto se le acercó una señora muy mayor, apoyada en un andador. Se notaba que la señora también era experta en el juego y que no pudo evitar de intervenir. Sin decir nada, indicó con su dedo una ficha en el tablero de mi mujer y seguidamente señaló donde lo podría colocar sobre la mesa para mayor efecto. Cuando mi mujer le agradeció en inglés (yo estaba hablando con Gerardo y Marina en castellano), la señora puso una mano al oído y con una bonita sonrisa dijo que estaba muy sorda.
Así seguimos jugando, mi mujer y yo asesorados cada uno por nuestro equipo de “expertos” hasta que yo me quedé sin fichas (el propósito del juego) y gané.
Cuando nosotros nos marchamos, Gerardo y Marina, y la señora mayor, Ruth, se sentaron en la mesa y continuaron con el juego.
Cuando regresamos más tarde, habían cambiado a domino. Se les veía la mar de contentos, riéndose y hablando por gestos ya que los dos mejicanos no hablaban inglés y Ruth ni una palabra de castellano.
Como se ve que con ganas de jugar y pasarlo bien no hace falta tener en común ni el idioma, ni la cultura ni la edad.
