Aunque con las mejores intenciones, los educadores de algunos de nosotros nos han convencieron de que, por ser pequeños y sin experiencia, no éramos capaces de decidir lo que era bueno o no para nosotros. Se nos ha dicho que debíamos dejar que los que sabían tomaran las decisiones, incluidas las que nos afectaban a diario directamente. Ya aprenderíamos nosotros en su tiempo cuando nos hiciéramos mayores.
Con las dificultades añadidas en nuestro mundo actual, de un exceso de población y de medios, esta tendencia se ha venido extendiendo. En lugar de buscar lo que cada uno de nosotros podemos hacer para modificar lo que no nos gusta a nivel personal y social, algunos delegamos en los demás la responsabilidad de la acción. Esto, a menudo, nos impide decidir por nosotros mismos la forma como nos sentimos y como nos queremos sentir.
Achacamos a las circunstancias y a los demás así como al entorno y a la misma esencia del ser humano, la responsabilidad de lo que nos pasa personalmente, profesionalmente y socialmente. Para muchos, el no querer correr riesgos, no atreverse a tomar decisiones importantes y a responsabilizarse de las mismas nos permite vivir, más o menos sin problemas mayores, pero con montones de problemas menores sin resolver. Esto acaba causando estrés y una frustración visceral que nos impide sentirnos realmente a gusto con nuestra realidad sea lo que sea que hayamos conseguido.
Cuando yo me encontré con situaciones de crisis personal y social me di cuenta que durante toda mi vida, alguien, de alguna forma, me había presentado las cosas hechas o semi-hechas de acuerdo con su perspectiva en lugar de la mía. No había aprendido, por lo tanto, que, si decidía hacer algo, yo mismo podía encontrar soluciones racionales y satisfactorias a mis problemas. Yo era el que más interesado debía estar y el que mejor conocía o debía conocer mi propia situación.
Mi programa personal me llevaba a actuar desde el razonamiento emocional de defensa o de insuficiencia. Tenía una programación preestablecida que carecía de elasticidad y apertura a visiones creativas dirigidas a promover mi propio bienser además que mi bienestar. A un cierto punto, empecé a darme cuenta de que las personas, a menudo, nos pasa algo análogo a lo que les pasa a los ordenadores. Actuamos en base a unos datos que se nos han proporcionado pero que, en general no hemos creado y que, por lo tanto, no sentimos como nuestros. Nos limitamos a aceptarlos porque están programados de esta forma, porque es algo que se ha hecho siempre aunque no nos satisfaga.
(…)