Al principio de los años 90, ya de mayor, tuve la oportunidad de aprender a contar cuentos como narrador escénico. Aunque fuera algo muy distinto, de alguna forma me permitía replantear mi afición de niño desde una nueva perspectiva.
Tuve la suerte de entrar en contacto con un conocido narrador de cuentos cubano, Francisco Garzón, que estaba organizando un curso en Madrid.
En una charla introductoria, Garzón comentó que el arte de contar cuentos de forma escénica ayuda a los narradores a llevar a cabo, de forma directa e indirecta, una importante labor de desarrollo personal. En aquel entonces el desarrollo personal era también uno de mis objetivos. Así que me inscribí al curso sin pensarlo dos veces.
Nos adelantó que en el curso íbamos a aprender a:
- crear desde la improvisación y reinvención de cuentos leídos y preparados para contar,
- darnos cuenta y aceptar que podíamos expresarnos en público y hacerlo de forma adecuada y, en cualquier caso, susceptible de mejora continua.
- darnos cuenta de cómo nos sentíamos con nosotros mismos al tratar las distintas situaciones del cuento desde una improvisación personal.
- darnos el permiso de actuar en la escena de forma creativa e innovadora, utilizando técnicas y dinámicas insólitas y de hacerlo sin miedo a la crítica y a la posibilidad de quedar mal.
- utilizar las críticas de forma constructiva para aprender de sí mismo y de los demás y para mejorar la propia actuación escénica.
- preparar guiones basados en lecturas, vivencias y recuerdos personales.
El taller duró unos tres meses y al final los 12 participantes nos habíamos transformados en una piña, un equipo muy compacto y dispuestos a aprovechar a tope de la nueva experiencia. Nos reunimos cada semana para practicar y ayudarnos mutuamente. Hicimos unos ensayos en varios bares con escenario y fuimos mejorando de forma continua nuestras experiencias de narradores.
Después de unas pruebas puntuales, alguien nos propuso de contar cuentos en un bar de Madrid muy conocido por sus espectáculos de varios tipos: el bar de la calle libertad 8 en el centro de Madrid. Contábamos todos los jueves a las 10 de la noche, turnándonos 3 narradores distintos cada jueves. Cada narrador cobraba en aquella fecha 1.000 pesetas cada noche que nos venía muy bien.
Asistía un público de gente joven que nos escuchaba con atención y no escatimaba los aplausos. Me acuerdo que muchos se sentaban en el suelo y hasta había colas a la entrada del bar. Garzón siempre decía que la gente no critica nunca a quien habla en público. Al contrario le aprecia. Comprobamos con gran satisfacción que era cierto.
Fue muy aleccionador darnos cuenta como a los pocos meses podíamos comprobar las mejoras que se notaban en cada uno de nosotros.
Individualmente o como grupo dábamos actuaciones en hospitales, residencias de ancianos, eventos públicos y otros lugares donde nos invitaban a narrar.
A un cierto punto, mis obligaciones como escritor, conferenciante e instructor, me quitaron la posibilidad de continuar actuando con el grupo y me despedí de ellos con tristeza.
Ahora, recordando aquella época me ha venido la idea de crear unos cursos de cuentacuentos para mayores de 65 como forma de voluntariado para actuar en residencias, hospitales y colegios. Me parece que sería una buena forma para ayudarse a sí mismo ayudando a los demás.