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Cabecera Me Viene A La Memoria

EL MAYOR ESPECTÁCULO


Nuestra infancia, me refiero a las que transcurrieron  entre los años 40 y 50, careció del atractivo de la televisión, del ordenador o de la consola con que hoy en día cuentan los que discurren por esa temprana edad de la vida. Para nuestro solaz y entretenimiento dispusimos, sin embargo, de otros medios más o menos domésticos y del cine de barrio, de sesión continua con dos películas y NO-DO, al que nuestros padres nos llevaban y donde pudimos contemplar toda la serie de Fumanchú, todas las sagas con piratas o vaqueros como protagonistas, las aventuras de la mula Francis y aquellos entrañables episodios de Lassie, donde una jovencísima Elizabeth Taylor se iniciaba en la carrera cinematográfica. Lo de ir al cine solía ser los jueves por la tarde que es cuando no había colegio. Luego se cambió a los sábados, por lo menos en mi colegio.


También disfrutamos del género teatral, con obras dedicadas a la infancia como aquel “Bartolín y Bartolón”, o “La Tomasica y el mago” donde la actriz protagonista  lanzaba una proclama musical: “El que quiera ser mi amigo que me llame Tomasica” a la que todos los niños respondíamos enfervorizados: “Tomasica, Tomasicaaaaa”. Era los domingos, a las cuatro de la tarde en teatros como el Fontalba, que desapareció para dar paso al banco Coca, en la Gran Vía madrileña, y convertido en la actualidad en un establecimiento dedicado a la moda.


Pero hubo otro espectáculo al que se nos llevaba con cierta frecuencia: el circo. Concretamente -me refiero a los que vivíamos en Madrid- al Circo Price, instalado en la plaza del Rey desde 1880 y donde permaneció hasta 1970 en que fue derruido para convertirlo en un nuevo edificio sin gracia, sin colorido, sin fantasía, sin magia y sin carisma. Y sobre todo, que no tiene nada que ver con el circo. En él –en el antiguo– disfrutamos con la valentía y decisión de los domadores de fieras, con el adiestramiento de leones, perros, monos, osos, elefantes, tigres…, con el equilibrio de las ecuyeres a lomos de nerviosos corceles, con el pulso y la exactitud de los equilibristas entre los que hay que destacar a la inigualable e inolvidable Pinito del Oro, la concentración mental de los malabaristas y las carcajadas suscitadas por los payasos Nabucodonosor, Nabucodonosorcito, Zampabollos, Pompoff, Theddy, Emig, Gotty, Cañamón, los Hermanos Tonetti y sobre todo Charlie Rivel, con su humor silencioso sólo interrumpido por un ¡auuuuuuuuuuuuuuuuuuh! que todos esperábamos sin saber cuándo se iba a producir y recibíamos con algarabía. Todo ello, antes de que se incorporaran a la programación televisiva Gaby, Fofó y Miliky, haciendo que el circo se situara entre las preferencias del público.


http://www.youtube.com/watch?v=9hK_G5EdmAk


Más tarde, ya adolescentes, volvimos al Price sin padres, los domingos por la mañana, para descargar nuestra adrenalina en los conciertos de rock que allí se organizaban y que contaban, entre la oferta de artistas, con un joven Miky, antes de ser ‘El chico de la armónica’ y andar con los Tonys, que se presentaba como el “hombre de goma” por la cantidad de contorsiones que realizaba mientras se entregaba al rock, o Mike Ríos al que ahora reconocemos como Miguel Ríos y que con frecuencia se deja ver entre los habituales de la protesta reivindicativa, más conocida como subvención porque sí, porque soy de los tuyos. 


Entre los espectáculos musicales, que en los últimos tiempos del Price alternaron con el “más difícil todavía”, también recuerdo haber visto actuar en aquella pista redonda del Price al Dúo Dinámico, así como a otros y otras artistas de copla y variedades.


El Price continúa existiendo como circo estable, en otra ubicación de Madrid donde se instaló tras una ausencia de 37 años ante el público madrileño que, por otra parte, nunca se ha visto privado del mayor espectáculo del mundo. Así fue considerado –aunque es una opinión mundialmente compartida– desde la película del mismo título en la que Cecil B. DeMille reunió a James Stewart, Charlton Heston, Cornel Wilde, Betty Hutton y Dorothy Lamour para mostrarnos la vida interna y externa de un circo ambulante.


Cuatro, cuatro circos, nada menos, hay en estos momentos en diversos puntos de Madrid, como prólogo a las fiestas navideñas que se avecinan, en las que el espectáculo circense es uno de los principales atractivos infantiles. Padres y abuelos tienen en el circo la solución para mantener entretenidos a sus hijos o nietos. Además de esta oferta, también en una sala de exposiciones se exhibe una muestra pictórica con el tema del circo. Celebro que este espectáculo –el mayor del mundo, repito– se mantenga vivo, que nuevos artistas se incorporen a la profesión y que el público se siga interesando por el arte que ella encierra. Lo celebro porque también es mi espectáculo preferido y apenas dejo escapar cualquier presentación circense en la localidad donde resido o en sus proximidades, aunque sólo sea para lamentar el no haberme unido en algún momento a una troupe para recorrer capitales y pueblos. Como payaso, quizá. O como domador, o prestidigitador, o trapecista. O como jefe de pista: “ante ustedes, distinguido público, niñas y niños, mamás, papás, abuelitas y abuelitos… el más difícil todavía…” O, posiblemente, el que corta las localidades en la entrada. Pero pertenecer al apasionante mundo del circo.


El circo moderno rechaza las actuaciones con animales para centrarse en otras disciplinas puestas de moda por el Circo del Sol. No pongo ningún reparo y elogio el trabajo disciplinado de sus componentes, pero prefiero el tradicional ya que es el que conocí desde pequeño, cuando a uno le invade la inocencia, que es con el espíritu que debemos acudir al circo para poder apreciar, sin necesidad de análisis, la verdad que hay en él y en quienes lo ejercen como profesión. Algo que deberíamos hacer con más frecuencia, sin sentirnos obligados a acudir a ellos sólo para acompañar a los nietos.

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