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Cabecera Me Viene A La Memoria

Navidades en el circo

En nuestra etapa infantil, añadida la juvenil y hasta la de adultos, por la sencilla razón de que no existían, carecimos de consolas con videojuegos, de teléfonos móviles que sirvieran para entretener nuestro ocio con sus múltiples aplicaciones y de otras tantas y tantas cosas de las que hoy en día disfrutan niños y jóvenes. No es necesario que venga nada a la memoria puesto que esos datos memorísticos están grabados en nuestra mente. Ni para bien ni para mal, simplemente que están ahí, almacenados, para ser utilizados en el momento requerido bien como imágenes o como recordatorio de situaciones pretéritas.

En estas fechas de vacaciones navideñas son muchos los momentos que afloran el recuerdo: las reuniones familiares, los regalos de los Reyes Magos (que el tal Papá Noel apenas había dado todavía señales de su existencia por estas cálidas latitudes del globo), los días de frío intenso de los que nos defendíamos con el grueso jersey de lana confeccionado por la abuela, de los recorridos para visitar, gratis total, mil y un belenes; del propio en nuestra casa armado con trozos de corcho apoyados sobre un buen número de libros que soportaban la estructura montañosa de un país que no lo es y en los que aparecían figuras más grandes que las casas, donde se suponía que habitaban el molinero o la lavandera, o gallinas del tamaño de las ovejas que, a su vez, superaban el de los pastores: de los grandes almacenes repletos de gente (al igual que en la actualidad), patos que nadaban sobre papel de estaño y soldados lanceros que protegían el castillo de Herodes; de las castañas calientes para entonar cuerpo y manos, de las figuras de mazapán junto al turrón en sus variedades de duro, blando, guirlache y de coco ya que apenas existía la gran variedad que hoy en día oferta el mercado y que se llaman turrón porque de alguna manera hay que llamar a ese gran abanico de dulces con infinidad de sabores. Puestos a rememorar surgirán infinidad de aspectos dignos de nuestro recuerdo, pero hay uno que, personalmente, me resultaba esencial para que las fiestas navideñas fueran completas y que hoy en día mantengo entre mis tradiciones: asistir a una función de circo, o más si se tercia, cosa que no es difícil una vez convertido en abuelo.

No sé cuándo fue la primera vez que me llevaron a un circo, ni si fue en fechas navideñas o en otras, ya que cualquier momento es bueno. Lo cierto es que desde muy pequeño me aficioné a este espectáculo muchas veces calificado como el mayor del mundo. Hasta se hizo una película en 1952 que llevó ese título, dirigida y producida por Cecil B. DeMille y en la que participaron, entre otros nombres de primera fila, Charlton Heston, Betty Hutton, Cornel Wilde, Dorothy Lamour y James Stewart. Sobre el circo se han hecho infinidad de películas, pero ésta es la que lleva el título en que se destaca su universalidad como espectáculo.

Desde muy pequeño he considerado el circo como parte de los actos navideños, porque era cuando me llevaban a alguno de los ambulantes que hacían acto de presencia en Madrid o bien al fijo que, como hoy aunque en otra ubicación, era el Price. Actualmente, aunque no hubiera otras señales que nos confirmaran la presencia de la Navidad, lo sabríamos recorriendo algunos espacios madrileños o localidades de su entorno ya que en todos se anuncia el “Circo de las Navidades”. Por supuesto, es el mismo que el resto del año, pero se coloca un gorro rojo al domador o a la equilibrista, con lo que se adquiere el aspecto navideño y la esencia de los números circenses continúa siendo la misma.

En esas carpas de mayor o menor categoría, hoy como antiguamente, padres y abuelos tienen la solución para mantener entretenidos a sus hijos o nietos. Celebro que este espectáculo –el mayor del mundo, repito– se mantenga vivo, que nuevos artistas se incorporen a la profesión y que el público se siga interesando por el arte que ella encierra.

El circo moderno rechaza las actuaciones con animales para centrarse en otras disciplinas puestas de moda por el Circo del Sol. No pongo ningún reparo a este nuevo estilo de circo y elogio el trabajo disciplinado de sus componentes, pero deberían buscar un nuevo nombre para identificarlo porque el circo es el que siempre ha sido, el circo tradicional que es el que conocí de pequeño.

En él –en el antiguo– tuvimos ocasión de disfrutar con la valentía y decisión de los domadores de fieras, con el adiestramiento de leones, perros, monos, osos, elefantes, tigres (recientemente un domador ha sido atacado por uno de sus tigres en plena actuación)…, con el equilibrio de las ecuyeres a lomos de nerviosos corceles, con el pulso y la exactitud de los equilibristas y trapecistas entre los que hay que recordar a la inigualable e inolvidable Pinito del Oro, la concentración mental de los malabaristas y las carcajadas suscitadas por los payasos Nabucodonosor, Nabucodonosorcito, Zampabollos, Pompoff, Theddy, Emig, Gotty, Cañamón, los Hermanos Tonetti y sobre todo Charlie Rivel, con su humor silencioso sólo interrumpido por un ¡auuuuuuuuuuuuuuuuuuh! que todos esperábamos sin saber cuándo se iba a producir y recibíamos con algarabía. Todo ello, antes de que se incorporaran a la programación televisiva hace ya 40 años, Gaby, Fofó y Miliky, haciendo que el circo se situara entre las preferencias del público y dignificaron una profesión para la que nunca hubo demasiado reconocimiento. Si hay que llevar al circo a los nietos se les lleva, pero quede claro que también podemos hacerlo solos. No tendremos a nuestro lado la risa de la inocencia ni la admiración de quien todavía no alcanza a discernir ni valorar méritos, pero disfrutaremos desde nuestra veteranía de la gran verdad que hay en la pista del circo.

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