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Cabecera Me Viene A La Memoria

LIBROS EN CUESTA

Acaba de clausurarse en Madrid la Feria del Libro, acontecimiento en el que anualmente, editores y libreros muestran su oferta al público en una concentración que aglutina miles de asistentes, asiduos lectores/compradores o simplemente curiosos del libro. El madrileño parque de El Retiro es en la actualidad el escenario donde se produce el encuentro anual entre quien produce libros, quien los vende y quien los compra. El último parto literario de un autor o el recorrido por títulos de anteriores creaciones es motivo de exposición en esta Feria convertida ya en tradición y que transcurre en los estertores primaverales. Es tan habitual como la misma Feria, que durante las dos semanas de su celebración haga aparición algún que otro chubasco e incluso una cierta actividad tormentosa. Parece inconcebible una Feria del Libro sin lluvia, aunque no sean más que unas gotas justificantes de la tradición. Simbólicamente es como si se sumaran las lágrimas de todos los escritores, por aquello que escribió Larra en su artículo “Horas de invierno”, que publicó el 25 de diciembre de 1836, donde señalaba que “escribir en Madrid es llorar”.


No tengo ninguna aversión al libro nuevo, e incluso puedo hablar con satisfacción en cuanto a mi, casi reciente, participación laboral en una empresa editora. Pero tengo una especial predilección por los libros viejos, quiero decir usados; que se aprecie en su aspecto que han sido leídos aunque, eso sí, que no estén maltratados, algo que no dice demasiado a favor de sus propietarios. Los libros nuevos carecen de ese encanto, aunque tienen la posibilidad de adquirirlo. Es cuestión de tiempo, como el saber, y no afecta a todos los publicados, es cierto. La mayoría no alcanzan la madurez, en la edad de los libros que se inicia cuando alguien comienza su lectura, y mueren como cuando nacieron, es decir, sin que sus páginas hayan sentido el tacto de un dedo índice o corazón al pasarlas para ser leídas. Supongo que ello supone la frustración de su autor. Muchas horas, días, meses y hasta años de trabajo que nadie reconoce y, es más, se desprecia obviando la lectura. En la mayoría de los casos porque la obra en cuestión no resiste el reconocimiento lector dado que se escribe mucho pero la mayoría de las veces sin interés de ningún tipo. Tampoco se trata de leer todo lo que se publica, pero si, al menos, lo que es susceptible de caer en nuestras manos conforme a nuestras preferencias literarias.


Mi afición al libro usado se remonta a mi infancia. Quizá un poco más; no demasiado. Para llegar al Retiro, desde mi casa, el grupo familiar que componíamos padres y hermanos teníamos que pasar por la cuesta de Moyano, una empinada calle que sale de la glorieta de Atocha y sube hacia una de las entradas del citado parque de El Retiro situado prácticamente en el centro de Madrid. Todo un lujo ecológico que los madrileños tenemos el privilegio de disfrutar, por la gran y variada masa arbórea que lo compone. Allí nos llevaban,  para correr y jugar, en la mañana de los domingos o festivos al llegar estas alturas del año en que la climatología empieza a ser bochornosa dentro de las casas. Más en las de entonces cuando el aire acondicionado no era ni siquiera un proyecto, y sólo las corrientes de aire permitían el alivio a los sofocantes calores. 


Un día, cuando ya había pasado infinidad de veces por allí, descubrí que la cuesta de Moyano estaba repleta de casetas, en las que hasta aquel momento no me había fijado y cuya mercancía puesta a la venta eran libros. Libros usados. Me detuve en ésta, en la siguiente –“Venga,  Agustín, date prisa” – y descubrí, de pronto, todo un universo literario. Una pequeña carrera para alcanzar a la familia: – “Papá, dame tres pesetas que voy a comprar un libro para ver si es igual que la película” –. Me refería a “Quo vadis”, la cinta que todavía hoy se sigue proyectando en las emisoras de televisión, sobre todo en las fechas de Semana Santa, y que yo sigo viendo para comprobar si Deborah Kerr, en el personaje de Ligia, mantiene su dulzura y Ursus conserva su fortaleza para vencer al toro. En otro puesto descubrí “Don Juan Tenorio”, la obra de Zorrilla que en torno al 1º de noviembre había escuchado en la radio a Pedro Pablo Ayuso y a Matilde Conesa. Era una colección de obras teatrales titulada genéricamente “La farsa”, que se vendían a 2 ó 3 pesetas. Llegué a acumular un buen número de estos pequeños ejemplares que todavía conservo y a los que acudo de vez en cuando en que el cuerpo me pide la lectura teatral, rechazada por muchos lectores que la consideran difícil. Después del Tenorio, ya digo, fueron infinidad de obras de teatro, además de las novelas de Alejandro Dumas o Julio Verne.
Mi afición a la lectura ya existía pero aquel primer descubrimiento de las obras de Henryk Sienkiewicz y José Zorrilla la acrecentó, porque podía hacerme con libros a un bajo precio. Libros con la garantía de que ya habían sido leídos lo que, de por sí, constituye una garantía. Más tarde supe que aquellos –no sé si llamarles feriantes o libreros: me inclino más por lo último– podían suministrarte el título que les pidieras, cuando menos intentarlo, aunque apenas fue necesario porque poco a poco allí aparecían títulos que tenían suficiente atractivo para mis inquietudes lectoras. Al igual que ocurría con los vendedores de libros viejos instalados en el Rastro, que posibilitaban la adquisición de títulos perseguidos imposibles de localizar en los canales habituales, las librerías, teniendo en cuenta que estaban prohibidos. Eran muchos estos títulos censurados y que, precisamente por esta razón, suponía un mayor interés su lectura. Luego resultaba que eran como los demás, pero sometidos al extraño y caprichoso criterio del censor. En la Cuesta de Moyano se encontraba a los autores clásicos, los de teatro, biografías de músicos o de personajes ilustres, libretos de zarzuela y partituras en una de las casetas cuya especialización era la música. Títulos sueltos, autores prohibidos exhibidos públicamente, colecciones…, la mayoría de mis libros proceden de la cuesta de Moyano. Ninguno está nuevo, aunque sí están todos bien conservados; hasta mimados. En muchas casas se pueden apreciar libros simplemente expuestos en alguna estantería, sin que hayan sido abiertos y sin el menor recato cultural por parte de sus propietarios que no tienen inconveniente en mostrarlos tal y como salieron de la imprenta. Normalmente en ediciones de lujo consideradas más decorativas. Incluso existen libros para rellenar los muebles biblioteca que sólo disponen de las tapas; no hay páginas en su interior. Y se venden por metros. “Deme metro y medio de autores románticos, o clásicos, o de aventuras…” Se colocan en la estantería de casa, bien a la vista, y quedamos convencidos de que las visitas van a juzgarnos como intelectuales. Mientras que las visitas se parten de risa ante tan hortera manifestación cultural.


Los libreros de “viejo” escogieron la Cuesta de Moyano a la que, por su proximidad, llegan los perfumes de la vegetación que conforma el Retiro, en 1925, gracias al impulso de un grupo de escritores y libreros que solicitaron al Ayuntamiento un espacio para instalar un feria fija del libro. Entre sus promotores estaba Pío Baroja, quien en sus obras inmortalizó la vida madrileña y cuya efigie preside en la actualidad el conjunto de casetas desde uno de sus extremos. El otro está dedicado al liberal Claudio Moyano, de quien la calle/cuesta toma su nombre y que fue un político del siglo XIX, además de catedrático de Economía Política y rector en las Universidades de Valladolid y de Madrid. Fue alcalde de Madrid y diputado, llegando a ministro desde donde impulsó la conocida como Ley Moyano, que serviría como fundamento del ordenamiento legislativo en el sistema educativo español durante más de cien años ya que, con alguna modificación, pervivió hasta la Ley General de Educación de 1970.


Desconozco si habrá en el mundo otros espacios con similares características y atractivo. No me refiero al Rastro madrileño, ni a Las Pulgas parisino, ni a Portobello, en Londres, donde hay, es verdad, libros viejos, objetos de almoneda donde, con excepciones, se busca más la antigüedad como valor histórico.  En la cuesta de Moyano hay libros “para leer” ofrecidos por profesionales que, además de vender, asesoran. Cualquiera que se sienta interesado por los libros debe incluirla en su itinerario literario.


La evolución de los tiempos impuso, en su momento, los libros escritos e ilustrados por monjes. Con anterioridad, la forma habitual para transmitir ideas y pensamientos era el rollo de papiro, una vez superados los sistemas primitivos utilizados como soporte de escritura en tablillas de arcilla o de madera e incluso pieles curtidas. Los libros, en las Edades Antigua y Media, con un analfabetismo prácticamente total, únicamente alcanzaban al conocimiento de muy pocos relacionados con el mundo universitario o la nobleza. Se conservaban en Bibliotecas públicas como fueron las de Alejandría o Bizancio hasta donde era necesario desplazarse para acceder a su lectura. Con la aparición de la imprenta y el tratamiento del papel se produjo la expansión bibliográfica que, con mayor o menor fortuna, llega hasta nuestros días. En la actualidad el soporte de papel todavía se hace imprescindible para la fabricación del libro que, para ser considerado como tal, según la definición concebida por la UNESCO, ha de tener a partir de 49 páginas; menos es un folleto.


Lo de las tabillas, los papiros, los enormes volúmenes medievales son historia. Al paso, cada día más veloz, que nos dirigimos, también las encuadernaciones de papel es muy posible que pronto pasen a ese lugar de lo pretérito a causa de la implantación cada vez mayor del libro electrónico o digital, conocido como e-book apto para ser leído, o en el caso del audiolibro para ser escuchado. Sin ningún rubor me confieso adicto al libro electrónico. Aunque nunca he abandonado la lectura en los medios tradicionales, la he incrementado desde que poseo este soporte. Por su liviandad, se sostiene sin ningún esfuerzo en cualquier postura, incluso en la cama que es uno de los sitios donde más apetece leer. Invita a la lectura en cualquier momento sin necesidad de preparativos. Almacena tres mil títulos; permite acceder a Internet si se quiere realizar alguna consulta, cosa para la que antes había que recurrir a alguna enciclopedia o al diccionario. Permite ir de vacaciones sin necesidad de cargar con una abultada cantidad de volúmenes y, como anteriormente, pero con más comodidad, entretener las largas horas que transcurren en la playa sin demasiados atractivos más allá de la lectura, dado que la época de los bikinis ya ha sido superada y a nadie sorprende la presencia de un tanga. Por supuesto que, de vez en cuando, aunque cada vez con menor frecuencia, recurro al libro de papel, más que nada para percibir y no olvidar su tacto.


Tendrán que surgir algún nuevo Cervantes y algún nuevo Ray Bradbury, seguramente será un político, que ideen la forma de hacer desaparecer estos nuevos soportes del conocimiento, tal como uno y otro concibieron la quema de libros en el Quijote y Fahrenheit 451. No obstante, aparecerá algún nuevo sistema para leer que también se venderá en la Cuesta de Moyano. Quizá porque en España se hace tan cuesta arriba la lectura, sea por lo que los vendedores de libros usados eligieron la Cuesta de Moyano para venderlos.

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