Mi primer contacto con el sonido reproducido por un aparato mecánico fue en casa de mis abuelos maternos. Tenían uno de esos a los que había que dar cuerda para que el plato girase; no sé si se llamaba gramófono o fonógrafo. Con mucho cuidado había que sujetar el brazo y depositarlo suavemente sobre el disco; suavemente porque en razón a su peso era posible que destrozara el débil disco de pizarra. La aguja era preciso cambiarla con frecuencia pues se despuntaba con la frotación y hacía excesivamente corta la vida de los discos. Discos de zarzuela, sobre todo, pero también de música folklórica, de tangos y de melodías populares cantadas por Tito Schipa, que por su escasa voz aunque sumamente melódico, se convirtió en todo un especialista de temas más ligeros que los puramente operísticos de su repertorio escénico, como “Valencia”, “La Comparsita”, “Princesita”, “O sole mío” o “Amapola”.
http://www.youtube.com/watch?v=3axzwEYjtKI&feature=related
Aquel sonido áspero, distorsionado, agravándose paulatinamente según se acercaba el final de la canción ya que la cuerda perdía su tensión, se proyectaba a través de una bocina de gran tamaño similar a la que servía para anunciar a la compañía discográfica “La Voz de su Amo”, aunque en el caso de mis abuelos no había ningún perro escuchando los cuplés de La Argentinita o de Raquel Meller tal y como se contempla en el símbolo de la firma discográfica. Los oyentes éramos mis hermanos, mis primos y yo mismo que contaba con el privilegio de estar autorizado para escoger los discos y para depositar sobre ellos, con suma delicadeza, el brazo con su correspondiente aguja. Seguramente porque cuidé tanto del aparato, interesado porque su funcionamiento se mantuviera, es por lo que pasé a heredarlo. Es lo único que he heredado en mi vida. En la actualidad está en mi casa, sin apenas hacer uso de él más que como exhibición, pero pleno de facultades mecánicas para cumplir su función sonora.
Casi al mismo tiempo que aquellas audiciones en casa de mis abuelos, disfruté de vacaciones veraniegas en un pueblo alcarreño. Pueblo, pueblo, lo que se dice pueblo en el que no todas las casas disponían de luz ni de agua corriente. Eran pocas, pero había alguna donde sus moradores, por la noche, habían de utilizar un candil para verse las caras y aderezar las viandas que habían de servir como cena. Quienes habitaban en aquellas casas habían de desplazarse hasta la fuente pública para llenar en ella los cántaros y botijos con que suministrarse de agua. Si en tantos casos aquellos vecinos carecían de luz y de agua, no es difícil imaginar que fueran a disponer de sistemas con que reproducir el sonido de las canciones de ¿moda? en el el baile que los domingos por la tarde se organizaba en el Salón por el módico precio de 50 céntimos ellos; ellas gratis. Salón de baile con una “o” y no con dos, aunque se aproximara a los del Oeste americano que hemos visto en tantas películas. En él, las parejas recorrían el local girando al son que marcaba un organillo no siempre bien tocado. La velocidad de los giros de la muñeca dependían de que el organillero tuviera con alguien una conversación más o menos acalorada. Todo se basaba, además, en media docena de títulos que se repetían hasta la saciedad bajo la atenta mirada del párroco, vigilante en todo momento de la distancia mantenida entre los cuerpos emparejados. “Que corra el aire”, decía. Los pequeños mirábamos desde la puerta la evolución de los danzantes hasta que el organillero, en un descanso a su brazo, decidía alejarnos con cajas destempladas. Si no lo había él lo hacía el sacerdote. ¡“Esto no es para que lo vean los mocosos, además no hay nada que ver; ale, a jugar por ahí, que ya tendréis tiempo de pervertiros!”
Lo del organillo no duró demasiado tiempo, no sé si por algún ataque de epicondilitis experimentado en el codo del organillero, o por la evolución de los tiempos y su incursión en la alta tecnología. El caso es que, haciendo un dispendio porque el organillo ya estaba amortizado y las parejas no protestaban con tal de tener ocasión de abrazarse, el dueño del local adquirió un gramófono. Igual que el que había en casa de mis abuelos. No sé si sería nuevo o de segunda mano, pero la calidad de su sonido no podía decirse que fuera excelente. Tampoco lo eran los discos adquiridos que, por otra parte, tampoco excedían demasiado de aquella media docena de títulos incrustados en el cilindro del organillo. Este instrumento, el único que no precisa de conocimientos musicales para interpretar en él alguna canción, ha pasado a mejor vida, más desde la desaparición en 1995 de Antonio Apruzzese, su principal valedor como ejecutante y constructor, y sólo hace acto de presencia en alguna verbena popular organizada por nostálgicos de un tipismo madrileño inexistente.
http://www.youtube.com/watch?v=-vPKRZrqU1c
En aquel pueblo de La Alcarria, el organillo fue arrinconado, aunque no desapareció del salón y se recurría a él en caso de avería del gramófono, algo que ocurría con demasiada frecuencia, privando a los danzantes de la voz de Concha Piquer o Estrellita Castro que comenzaban el tema musical con buenas maneras pero que a partir de la mitad del disco, al alcanzar menor velocidad en en los giros, la voz iba adquiriendo un tono cada vez más grave hasta convertirse en lo más parecido a la que se supone de un espectro fantasmal. También evolucionaron las formas ya que el párroco alcanzó la edad de jubilación y su sustituto era mucho más permisivo en cuanto a las relaciones impulsadas por el pasodoble y el chotis. Hasta algún bolero se llegó a escuchar, procedente de aquel enorme altavoz que mitigaba las susurradas proposiciones masculinas a visitar las eras en la nocturnidad de la noche dominical.
En estas que fuimos alcanzando la edad adolescente y la juvenil en que aquellos bailes se trasladaron a los propios domicilios bajo la forma del conocido “güateque”. Rondábamos los 18 años e igual que nosotros evolucionamos en nuestros juegos infantiles y nuestro interés por ver cómo los demás bailaban, o lo que fuera, también evolucionó la técnica sonora y el gramófono pasó a convertirse en tocadiscos, al que en muchas ocasiones todavía se llamaba pickup. Había muy pocos y por tanto suponía todo un problema organizar un guateque. Al final alguien se ofrecía a prestar el suyo, lo que equivalía a que su propietario se privara de bailar porque tenía que cuidarlo siendo él el encargado de poner los discos en el plato y cuidar de que no se calentara, con lo que había que hacer varios descansos a lo largo de la tarde. También esto se fue solucionando ante la mejora de los nuevos modelos y su difusión hasta llegar el momento en que todos teníamos un reproductor eléctrico de discos que podía girar a 33, a 78 ó a 45 revoluciones constantes por minuto, según las características establecidas por el fabricante. De ahí a fabricarse con radio incorporada y a reproducir en estéreo no pasó demasiado tiempo. Cada vez, día a día, se mejoraba la calidad. Hasta los había con un automatismo que permitía al aparato cambiar de disco sin que nadie interviniera en la operación. El no va más de la tecnología a través de la que conocimos a Los Beatles, Los Bravos, Los Surf, Los Shadows, Los Pekeniques, Los Brincos, Los Brothers Fours, Frank Sinatra, Elvis Presley, Tom Jones y una larga lista de intérpretes que se convirtieron en nuestros ídolos musicales.
En 1979 se inventó el CD, un formato digital para audio que acabó por desplazar aquellos discos de vinilo, que anteriormente habían hecho lo mismo con los de pizarra, y por supuesto las casetes. Algo más tarde se impuso el formato MP3, aunque todavía existen muchas personas que se decantan por soportes más antiguos al considerar que ofrecen mejor calidad de sonido. Como quiera que sea, hoy por hoy no existe persona alguna que de una u otra manera no disponga de un artilugio para escuchar música, directamente desde él o través del ordenador. Aquellos discos de 45RPM que la RCA comenzó a fabricar en 1949 constituyen actualmente unas reliquias por las que gran número de aficionados abonan importantes sumas para hacerse con ellas. Personalmente dispongo de una colección que me siento orgulloso de poseer y a la que acudo con frecuencia para escuchar antiguos temas tal y como fueron concebidos, sin pasar por una remasterización no siempre acertada. Numerosos aparatos nos facilitan de continuo la escucha musical: en casa, a través de la cadena o del ordenador, o de cualquiera de los numerosos aparatos de que disponemos y con el que somos obsequiados en cualquier ocasión de cumpleaños, de onomásticas o Reyes Magos, sin temor a no acertar, porque siempre se trata de un nuevo modelo con más posibilidades; o a través del teléfono móvil, o del iPack, o del equipo de sonido instalado en el coche… El que no escuche música es porque no quiere y no porque falten medios para acceder a ella en cualquier momento y desde cualquier lugar.
En este nueva etapa de la reproducción musical, además del trabajo de multitud de ingenieros, es de destacar la aportación realizada por los propios artistas ya que, por ejemplo, el director de orquesta Herbert von Karajan se convirtió en el principal impulsor del CD con una grabación de la “Sinfonía Alpina”, de Richard Strauss, que dirigió con la Orquesta Filarmónica de Berlín en 1981. Años antes, a finales de los 40, Bing Crosby patrocinó en buena medida las grabaciones experimentales en lo que sería el magnetofón. No fue, sin embargo, el de Karajan el primer compacto que se produjo, cosa que ocurrió, el mismo año, con “The Visitors” del grupo sueco ABBA
http://www.youtube.com/watch?v=hvQOA0fznrA
Tampoco fue este el primer CD en comercializarse, lo que ocurrió en el año siguiente con “52nd Street” de Billy Joel
http://www.youtube.com/watch?v=bDzflqodMOE
El tocadiscos, el magnetofón, el walkman, el MP3 y MP4, el CD… la tecnología se ha puesto a nuestra disposición con un solo fin: que escuchemos música a todas horas. No importa qué tipo de música ni quién la haga, pero música que es, como afirma Paloma San Basilio, el mejor vehículo de comunicación existente.
http://www.youtube.com/watch?v=KMcmpz2Hfe4
Bravo por la música a la que debemos estar siempre agradecidos, algo que ABBA no duda en corroborar.