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Cabecera Me Viene A La Memoria

Chocolate con churros

Como retomando tiempos pretéritos resurge en los últimos tiempos la afición por los churros que se ofrecen en la mayoría de cafeterías, aunque en muy pocas ocasiones son dignos del aplauso que tiempos atrás gozaron

Me refería la semana pasada a la moda televisiva en que una buena parte de la población se manifiesta como cocinero. Se preparan ante las cámaras toda una serie de platos que requieren de un diccionario especial para explicar su desarrollo. Cualquier intervención en los alimentos tiene su propia denominación y tanto mejor se considera a quién maneja ese vocabulario que, en unos casos, llevará a un plato tradicional rodeado de mucha rimbombancia o a la creación de un combinado de extraños sabores que, tras adoptar un alto nivel de papanatismo, se tratará de justificar como cocina creativa. Son pocos, muy pocos, los platos donde se imponga la sencillez. Otro tanto podríamos decir de los alimentos que se utilizan que en tantas ocasiones desconocemos a quién se le ha ocurrido utilizarlos en la cocina.

Ejemplo de sencillez preparatoria con elementos básico y a la vez explosión de sabor lo tenemos en el chocolate con churros, un perfecto matrimoniaje unánimemente aplaudido. Es un sabor que, a pesar de mantenerse en plena vigencia, me retrotrae a los tiempos de la infancia. No sé, seguramente porque su degustación era un acto familiar. Y también social.

-Esta tarde van a venir unos amigos con sus hijos a tomar chocolate. A ver cómo os portáis.

La advertencia se manifestaba, por parte paterna, ante la perspectiva de una tarde, fría, de un domingo de invierno. Cualquier domingo, porque sus tardes se habían hecho para tomar chocolate con churros. También existía el fútbol y jugaban Di Stéfano y Kubala y Gento y Ben Bareck pero había que ir al campo, porque no existía la tele, y como nunca me llevaron pues nunca me aficioné a deporte de afición tan masiva. Con el chocolate y los churros era más que suficiente ya que, además, siempre se organizaba algún juego infantil e incluso entre los adultos para decidir a quién correspondía abonar el importe de los churros.

Así que nada más terminar de comer y limpiar los platos, a rallar el chocolate apoyándose en una tabla de madera y raspar la tableta con el filo de un cuchillo hasta convertirla en polvo en lugar de deshacer los trozos al calor.

Llegaban los amigos con sus hijos, jugábamos, lo que empezaba con síntomas de tranquilidad iba subiendo, poco a poco, de tono hasta formar un considerable estruendo de voces infantiles.

-Venga, ya está bien. A la mesa. Sentaos mientras voy a por los churros-, decía mi padre.
-Yo voy contigo-. Tenía que aprender el cometido ya que, como mayor, algún día me correspondería tomar el relevo. Todo consistía en cruzar la calle. Enfrente estaba la churrería, con su churrera toda de blanco luminoso despachando y el marido, empujando con el hombro un émbolo del que salía la masa que, en la enorme sartén, a los pocos segundos se convertía en churro. La churrería con sus azulejos decorados que mostraban la Cibeles. En Andalucía las estampas de los azulejos suelen ser taurinas y en Valencia reflejan escenas de la Albufera. Corriendo a casa para que llegaran recién hechos y no se enfriaran y a mojarlos en un chocolate espeso y dulce. Una delicia, al igual que las “porras” que también se adquirían por si gozaban de la preferencia de alguien. Porras extraídas de una gran rueda, una a una mediante el corte con cuchillo a tijera, todas de igual tamaño. Después un vaso de leche fría o simplemente un vaso de agua que, en muchas chocolaterías, lo solían servir sin necesidad de pedirlo. Es como el complemento casi obligado. Todo, al mismo tiempo que se desarrollaba una partida de parchís entre una familia y otra.

La popular costumbre del chocolate con churros se mantiene pero no en las casas y es una pena. Incluso proliferan las chocolaterías hasta el punto de que existen franquicias de algunas firmas reconocidas. En ellas acaban muchos jóvenes en el amanecer de los sábados o domingos para recuperarse de los estragos previos de alcohol y sin que les importe demasiado el tiempo que los churros llevan fritos.

Volvamos a pasar las frías tardes de los domingos invernales en casa, tomando chocolate con churros y jugando a las cartas o al parchís. Eso sí, con la televisión apagada. Incluso fabriquemos, mientras disfrutamos del aroma que el chocolate desprende al cocer, de nuestros propios churros que es algo sencillo y por supuesto, mucho más económico que adquirirlos en los puntos de venta. Mucho más.

Ahí va la receta. Por ejemplo, medio kilo de harina, si acaso con una pizca de levadura, colocada en forma de volcán sobra la que se vierte la misma cantidad de agua cocida con un poco de sal y dejada templar. Se amasa añadiendo, si se quiere, que en las churrerías no lo hacen, una clara de huevo batida a punto de nieve. La masa se coloca en una manga con la boquilla apropiada por la que se vierte en la sartén y se fríe hasta que está dorada. Un churro no tiene más historia, pero mojado en chocolate espeso y humeante, en el que se mantenga firme, sin sujetarlo, son palabras mayores. Aunque engorde, para las tardes frías del domingo invernal, una chocolate con churros tal cuál, sin deconstruir ni nada por estilo, ¡casi nada!

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