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Cabecera Me Viene A La Memoria

HABÍA UNA VEZ UN CIRCO

Nuestra infancia, me refiero a las que transcurrieron  entre los años 40 y 50, careció del atractivo de la televisión, del ordenador o de la consola con que hoy en día cuentan los que discurren por esa temprana edad de la vida. Para nuestro solaz y entretenimiento dispusimos, sin embargo, de otros medios más o menos domésticos y del cine al que nuestros padres nos llevaban y donde pudimos contemplar toda la serie de Fumanchú, todas las sagas con piratas o vaqueros como protagonistas, las aventuras de la mula Francis y aquellos entrañables episodios de Lasye, donde una jovencísima Elizabeth Taylos se iniciaba en la carrera cinematográfica no como una belleza prometedora y actriz en ciernes sino como toda una belleza infantil y una actriz experimentada. Solía ser los jueves por la tarde que es cuando no había colegio.


También disfrutamos de la escena teatral, con obras dedicadas a la infancia como aquel ‘Bartolín y Bartolón’, o ‘La Tomasica y el mago’ donde la actriz  lanzaba una proclama musical: ‘El que quiera ser mi amigo que me llame Tomasica’ a la que todos los niños respondíamos enfervorizados: ‘Tomasica, Tomasicaaaaa’. Era los domingos, a las cuatro de la tarde en teatros como el Fontalba, que desapareció para dar paso al banco Coca, en la Gran Vía madrileña, y convertido en la actualidad en un establecimiento dedicado a la moda.


Pero hubo otro espectáculo al que se nos llevaba con cierta frecuencia: el circo que había una vez. Concretamente -me refiero a los que vivíamos en Madrid- al Circo Price, instalado en la plaza del Rey desde 1880, impulsado por el afán de Thomas Price, un acróbata inglés perteneciente a una familia de larga tradición circense, que no llegó a ver culminado su sueño. Fue su yerno, William Parish, quien finalizó el proyecto, aunque a los pocos meses de su inauguración fue pasto de las llamas. Su propietario no se arredró y meses después del incendio, el Circo Price reabría sus puertas. Durante la guerra, un bombardeo volvió a destruir el edificio del que sólo se conservó la fachada, y mientras se reconstruyó continuaron las funciones en una carpa instalada en una calle cercana. Tras la reconstrucción, el Price funcionó hasta 1970 en que fue derruido para ser transformado en algo sin gracia, sin colorido, sin fantasía, sin magia y sin carisma.


En él hemos disfrutado con la valentía y decisión de domadores de fieras, con el adiestramiento de leones, perros, monos, osos, elefantes…, con el equilibrio de las ecuyers a lomos de nerviosos corceles, con el pulso y la exactitud de los equilibristas entre los que hay que destacar a la inigualable e inolvidable Pinito del Oro, la concentración de los malabaristas y las carcajadas suscitadas por los payasos Nabucodonosor, Nabucodonosorcito, Zampabollos, Pompoff, Theddy y sobre todo por Charlie Rivel, con su humor silencioso sólo interrumpido por un ¡auuuuuuuuuuuuuuuuuuh! que todos esperábamos sin saber cuándo se iba a producir y recibíamos con algarabía.


Más tarde, de adolescentes, volvimos al Price sin padres, los domingos por la mañana, para descargar nuestra adrenalina en los conciertos de rock que allí se organizaban y que contaban, entre la oferta de artistas, con un joven Miky, antes de ser ‘El chico de la armónica’ y andar con los Tonys, que se presentaba como el ‘hombre de goma’ por la cantidad de contorsiones que realizaba mientras se entregaba al rock, o Mike Ríos al que ahora reconocemos como Miguel Ríos y que, afortunadamente continúa dentro del panorama musical porque, como él mismo dice, los ‘viejos rockeros nunca mueren’.


Entre los espectáculos musicales, que en sus últimos tiempos alternaron con los del ‘más difícil todavía’, también recuerdo haber visto actuar al Dúo Dinámico.


Son recuerdos que me han venido a la memoria porque, aunque emplazado en otro punto de Madrid, el Circo Price ha vuelto. Han sido 37 años sin un circo estable en la capital de España que, por otra parte nunca se ha visto desasistida del mayor espectáculo del mundo gracias a los circos ambulantes. El nuevo local todavía huele a nuevo pero con el tiempo, como ocurría con el anterior, sus paredes se impregnarán de olor a tigre; nunca mejor dicho.

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