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Cabecera Me Viene A La Memoria

MEDICINA Y GOLOSINA

 


Parece ser que soplan nuevos vientos para los propósitos de la ministra de Sanidad con respecto a la Ley del Alcohol que proyectaba y que se refería tanto a la prevención del consumo a menores como a la publicidad del vino. Por lo menos, la cosa ha quedado en suspenso y durante algún tiempo el sector vinícola tendrá un respiro con respecto a lo que se les avecinaba. El vino, al tratar de equipararlo con el resto de bebidas alcohólicas, se consideraba igualmente pernicioso, y desde luego que lo acabaría siendo; sobre todo para quienes lo cosechan, lo embotellan y lo comercializan. De cualquier forma, éste no es el espacio más adecuado para hacer ninguna defensa del vino, como tampoco para ser objeto de ningún ataque. Sobre todo, sugerido por alguien que no prueba ni una sola gota de alcohol. Nada, ni en Navidad, que es lo que siempre se dice.


Hecha la aclaración, lo que sí tiene el vino es que me vienen a la memoria escenas de la infancia por las que, el que más y el que menos, hemos pasado.


¿Hay alguien que en su más tierna infancia no haya probado una copita de quina? Los hermanos Malasombra, aquellos de los chiripitifláuticos, eran “más malos que la quina”, según se decía en la canción que les hacía referencia. Y yo no he oído nunca decir que la quina sea mala, ni que lo esté. La opinión generalizada es justamente la contraria y ése era el reclamo de Santa Catalina: ‘es medicina y es golosina’ Y como tal la aceptábamos y como tal nos la administraban de pequeños.


Que el niño estaba desganado… pues nada, remedio casero, una copita, un dedito, de quina para que se le abra el apetito.


Que el niño estaba pachucho… pues al médico; aquellos médicos de cabecera que conocían a todos los miembros de la familia y que diagnosticaban sin necesidad de análisis ni nada, sólo con mirar el ojo. ‘El niño tiene un poco de anemia’, -decía mientras extendía la receta de complejo vitamínico- déle este jarabe, que es inofensivo y una copita de quina antes de las comidas, o se la pone con una yema de huevo y leche, bien mezclado todo. Ale, chaval, a correr’.


Y no nos pasó nada a los de la generación que hemos vivido aquella época. Nos recuperamos de nuestras pequeñas deficiencias alimentarias, motivadas por la situación de la posguerra y nos abrió el apetito porque la quina Santa Catalina, según decía el anuncio, ‘da unas ganas de comeeeeer’.


Posiblemente por aquella bebida, que pediamos a nuestra madrina cuando la visitábamos: -tía, dame un poquito de ese vino tan rico que tienes-, y que ella nos daba sonriente y justificándose: ‘anda, que al niño le gusta el pimple’, fue la que hizo que nos acostumbráramos a los fríos inviernos de entonces en casas donde un brasero o una salamandra eran el único elemento de calefacción. También la que nos hizo resistentes a los muchos golpes que nos dábamos en la biciclta o en los patines, sin utilizar casco ni nada que se la preciera. Posiblemente fue la quina.


En fin, fueron otros tiempos. Los de la quina, un vino dulce con nada menos que 15 grados, que se obtiene de uvas de cepas Malvasía, oriundas de Grecia y aclimatadas desde hace cientos de años al sol de España.


Lo que hace falta es que no se conciba otro proyecto de Ley para denunciar y procesar a nuestros ascendientes por indución al alcoholismo. 

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