El verano, en cuyo ecuador nos encontramos, tardó este año en hacer acto de presencia, pero acabó por imponerse; al menos en el Levante español donde, por estas fechas establezco mi domicilio desde hace años. A lo largo de ellos he sido testigo de los cambios que tanto el paisaje como el paisanaje han ido experimentando. El paisaje que fue y que no volverá a ser, convertido en bloques de hormigón llenos de ventanitas o de pequeñas terrazas en el mejor de los casos. Las incomodas y peligrosas carreteras de hace 40 ó 50 años, a pesar de sus atractivos turísticos, se han transformado en autovías y hasta en autopistas por las que el circular te supone un considerable desembolso que siempre lleva a pensar sobre la conveniencia de hacer el viaje en tren, teniendo, además, en cuenta, que una vez en el destino lo que menos apetece es ponerse a conducir y se cuentan, con alegría, los días que transcurren sin tener que repostar combustible.
Otros paisajes antes verdes también se han visto transformados en negro, víctimas de sucesivos incendios tanto casuales como provocados, sin que en un caso ni en otro las autoridades hayan tomado medidas que los eviten.
No digamos la transformación experimentada por las localidades que conforman el litoral levantino donde el establecimiento en que se vendían desde unas alpargatas a una barra de salchichón, es hoy una gran superficie donde también se vende de todo pero sin aquél encanto, ni la señora Basilia detrás del mostrador con su pañuelo anudado a la cabeza, su vestido negro y su mandil blanco. La señora Basilia que, si llegaba el caso, te invitaba a que lo adquirido lo abonaras en otro momento por no disponer de cambio o para poder atender a otro comprador y que no tuviera que esperar. “Ya me lo dará otro día, que no nos vamos a hacer por eso más pobres, ni usted se va a escapar por cuatro perras”. Y nadie se escapaba, con lo que la señora Basilia acabó por reunir un pequeño capital para que sus hijos lo invirtieran y perdieran en lo que suponían negocios más lucrativos por su modernidad. “Lo que tenemos que poner, madre, es una cafetería donde haya cócteles y combinados que con eso tuyo de la carne, el bacalao, el matamoscas, las sartenes y todo eso que tienes, nadie se hace rico. O hacer casas para que las compren los turistas”. Se establecieron los hijos en las nuevas aventuras empresariales y acabaron trabajando a sueldo en el supermercado que instaló en el pueblo una compañía multinacional. Y la señora Basilia se fue al otro mundo, en silencio, sin protestar, aunque pensando en que “eso ya me lo imaginaba”.
Tampoco existe ya en ninguno de esos pueblos el cine que proyectaba a trompicones la película estrenada cinco años antes, con las protestas del respetable que no concebía el mal funcionamiento de aquel proyector primitivo. Hoy, en el mismo local, con apenas una mano de pintura funciona una discoteca y nadie protesta de un sonido que muy poco se diferencia de aquel correspondiente a la película con la diferencia de que aquel no ocasionaba dolor de cabeza ni invitaba al exabrupto.
Todo ha cambiado en el último medio siglo. Sobre todo los precios. En lo personal puedo señalar que, incluso en distancia más corta que esos 50 años, he veraneado con mi familia (5 miembros en total) permaneciendo durante el mes de vacaciones laborables en un hotel, no de lujo pero sí decente y en pensión completa, por la cantidad equivalente al sueldo del mes más la paga extraordinaria. Algo que hoy resulta totalmente impensable gracias al retroceso experimentado en nuestro poder adquisitivo, al que tanto ha colaborado para lograrlo la inconmensurable colaboración sindical a la que se supone necesaria para nuestro desarrollo laboral y bienestar social derivado de un salario justo y permanente. Por lo menos, tan justo y suficiente como el de los directivos sindicales a quienes ese retroceso salarial no ha afectado, posibilitándoles un considerable nivel vacacional en absoluto justificado ni merecido. Además sin agotarse ni sudar durante el resto del año en el andamio a cuyos ocupantes dicen proteger. Tararí.
A lo que iba: que todo ha cambiado sin que llegue a sopesar si para mejor o para lo contrario como cada vez parece más evidente tal y como reconocen tantas y tantas voces en el diálogo íntimo ya que, en voz alta, produce tantos reparos como hace años comentar algo sobre el comunismo.
Hay una cosa que, sin embargo, apenas ha evolucionado en estas fechas calurosas del verano: el deseo infantil de refrescarse. Entonces, hace ese medio siglo, los niños pedían un polo que era a lo más que la economía paterna alcanzaba. “Cómprame un polo, papá, que hace mucho calor”. El padre ponía alguna que otra pega aludiendo a los males que el hielo podía ocasionar en la infantil garganta, pero acababa por comprarlo en consideración a los más de 30 grados que marcaba el termómetro. El aire acondicionado formaba parte de la imaginación como los descubrimientos de Julio Verne. La petición hoy es la misma, porque los gustos infantiles, sin todavía estar educados, y las altas temperaturas, son como entonces. Los niños piden alguna de las infinitas variedades que las firmas de helados y polos crean con atractivas formas y diferentes colores, pero ha variado el destinatario de la petición. “Abuelo, cómprame un helado”. Porque los padres y madres es como si hubieran desaparecido. En la playa, en el paseo marítimo, en el restaurante, en el chiringuito, en el supermercado… la palabra que más se escucha es “abuelo”. Mucho más que “crisis” o “corrupción”. Los hijos, los padres de los nietos, nos han resultado unos espabilados con eso de que “es que sabemos que os hace mucha ilusión que los niños pasen un mes con vosotros”. Y a nosotros nos viene el recuerdo de cuando adquirimos el apartamento playero “para pasar tranquilos la vejez”. Vaya sentido de la perspectiva.