Acaba de iniciarse la Vuelta Ciclista a Francia, o Tour de Francia que dirán los impuestos en estas lides deportivas y que, además, queda como más glamuroso procediendo de donde procede, sin olvidar, por otra parte, que es el non va plus de este tipo de pruebas. Lo de Vuelta suena más a darse un paseo que, en el caso de la bicicleta nunca se da teniendo en cuenta la dureza que encierra y que exige a quienes practican el ciclismo más cerca de la categoría de superhombres que a la de mortales. Quien se haya subido a una (que, para empezar, ya requiere unas ciertas dotes de equilibrista) habrá llegado a la conclusión de que se trata de una práctica imposible. Apenas unos minutos pedaleando, sin considerar incluso de que se trate de subir una cuesta, es una ardua tarea en la que las piernas se niegan a ejercer la fuerza necesaria y los pulmones exigen una dosis extra de oxígeno. Una cosa y otra sólo están al alcance de unos pocos que, además, han de recurrir con frecuencia a las sustancias dopantes exponiéndose a ser descubiertos y castigados por su uso. ¿Las autoridades médicas y deportivas no se dan cuenta de que en condiciones normales es imposible recorrer Francia, España o Italia?
Mirando por el retrovisor de los años, me vienen a la memoria, cuando tenía entre quince y veintitantos, muchos de aquellos nombres que se dejaban la piel por las carreteras de estos tres países que encabezan el prestigio organizativo de las competiciones ciclistas más importantes. Carreteras llanas, en algunos tramos, pero empinadas otros muchos, con inclinaciones de asustar. En la actualidad es necesario enfrentarse a ellas, pero en aquellos tiempos había que subirlas, sin más tácticas ni técnicas que las que imponían las propias fuerzas de cada corredor, la fortaleza de las piernas, del corazón y de los pulmones. ¿Con la ayuda de alguna sustancia dopante? Por lo menos no se hablaba de ello. Lo del ciclismo era por entonces de un seguimiento colectivo porque sus representantes eran los superhéroes de entonces. Todos estábamos al día de los acontecimientos en ruta, a pesar de no existir, o poco, la televisión. Hoy, en buena medida, aunque los actuales ciclistas mantienen el prestigio de su profesión, han sido sustituidos por otros nombres que cabalgan a lomos de poderosas motocicletas con las que alcanzan los 300 km a la hora y que son capaces de inclinarlas en las curvas hasta, prácticamente, poner las máquinas y los cuerpos de quienes las conducen paralelos al asfalto del que apenas unos centímetros les separan. Van como locos estos de las motos GP. De manera muy parecida, en lo que a velocidad se refiere, están otros que arriesgan su integridad física domeñando el ímpetu de no sé cuántos caballos introducidos en el motor de sus automóviles que llaman de Fórmula 1. Tanto en dos como en cuatro ruedas, quienes arriesgan sobre ellas han sustituido en el interés de la afición a los esforzados ciclistas.
Las pruebas francesa e italiana eran las más importantes y la nuestra quedaba en un tercer puesto. Ahora, tengo entendido que no es así, exactamente; que el Giro italiano ha sido desplazado y que la ronda española compite en categoría con el Tour francés.
En las tres pruebas, entonces como ahora, los ciclistas españoles manifestaron siempre su gran talla deportiva. Bernardo Ruiz, Jesús Loroño, Luis Ocaña, Perico Delgado, Julián Berrendero, Olano, Perurena, Julio Jiménez, Indurain… a ninguno de ellos, cada uno en su momento, les asustaron los nombres de otros corredores internacionales como Louison Bobet, Eddy Merckx, Freddy Maertens, Bernard Hinault, Jacques Anquetil, Gimondi o Raymond Poulidor, entre otros muchos. Pero hubo uno, entre los españoles, que marcó el punto más alto en cuanto a categoría profesional y popularidad: Federico Martín Bahamontes.
Bahamontes, el “Águila de Toledo”, como era conocido no sé si por su velocidad a lomos de la bicicleta a la que hacía volar o por ser especialista en subir a las cumbres más elevadas. Y ahí está, enjuto, como siempre, pero tan pimpante, en su Toledo, siguiendo atentamente los acontecimientos en el mundo del ciclismo, dicharachero, porque es su carácter, al frente de su establecimiento de material deportivo y controlando un equipo ciclista de aficionados desde los 85 años que por estas fechas cumple.
La anécdota no falta en sus labios, ni los recuerdos de su vida profesional, que son muchos. El principal, posiblemente, que se coronó como rey de la montaña, en el Tour de Francia, nada menos que en seis ocasiones. Y como anécdota, que su nombre no es Federico sino Alejandro. Desconozco las razones del cambio. Como Alejandro o como Federico, lo que sí es cierto es el reconocimiento recientemente otorgado como el “mejor escalador en la historia de las 100 ediciones del Tour” que este año se conmemoran. Un reconocimiento hecho en Francia y por franceses, lo que eleva más, si cabe, la categoría del campeón español.
Sus triunfos, totales o de montaña, fueron innumerables, pero siempre sale a comentario aquel año en que coronó el Col de la Romeyère francés por delante de todos y con tanto tiempo de diferencia, que se permitió el lujo de tomarse un helado esperando al pelotón. Ahora, los comisarios hubieran sospechado de si se trataba de un helado dopante y le hubieran sometido a análisis de sangre a las 5 de la mañana, en pleno sueño. Después de la hazaña, dejarse caer desde lo alto de un puerto, sin temer a la velocidad que cuesta abajo se va adquiriendo. En muchos tramos hasta pedaleando, para lo que hace falta mucho valor.
Eran tiempos (Bahamontes corrió como profesional entre 1954 y 1965) de bicicletas pesadas, sin más consejos por parte de los directores de equipo que el de “apretar”, sin todas las tácticas que ahora se emplean considerando las características de éste y de su adversario, la posición que cada uno ocupa en la etapa o en la general y las variaciones que pueden producirse; todo el mundo sabe de ciclismo. Bahamontes y todos sus colegas sabían de pedalear lo más rápido posible y luchar al sprint por un primer puesto. Pero eso sí, entonces como ahora, el paso de lo que se ha dado en llamar “serpiente multicolor” por los pueblos o ciudades del recorrido y las imágenes que componen los corredores unidos al paisaje, son de una belleza extraordinaria. Ahí, la opinión o la consideración deportiva no cuenta, sólo la imagen fotográfica. Al terminar, todavía con resuello, el beso de las azafatas con el que siempre premian al vencedor como recompensa al esfuerzo.