La orden que da título al post de hoy, es, seguramente, la más voceada en los establecimientos de “tapeo”. En los bares y tabernas, de más o menos categoría y que, por supuesto, tengan cocina donde preparar los aperitivos; en este caso los calamares. El tema de hoy me viene a la memoria porque el tomar tapas era mi gran aspiración de pequeño. Deseaba ser mayor para emular a los que lo eran entonces y alternaban en los bares donde, a la bebida pedida (cerveza, vino o vermut), el camarero añadía un acompañamiento alimenticio sólido: boquerones en vinagre, quisquillas, aceitunas, mejillones, patatas fritas, almendras… Yo veía a mis padres tomar ese vermut -sobre todo los domingos, tras la salida de Misa- y acompañarse de esas aceitunas que no habían pedido y que, normalmente, me las daban a mí, además de un vaso de agua. Cuando tuve ya siete u ocho años aumentaron las concesiones alcohólicas y me pedían un vaso de gaseosa con un poco de cerveza. Una clara Ni eso siquiera. “Un corto de clara para el niño”. Estaba bueno aquel dulzor mezclado con lo salado de las aceitunas o lo ácido de los berberechos y deseaba crecer. “Cuando sea mayor y trabaje tendré dinero para tomar cañas y pedir raciones”, pensaba en mi interior.
Otra de mis aspiraciones era poderme comprar un kilo de caramelos. El deseo aparecía cuando pasaba por delante de “Caramelos Paco”, un establecimiento de dulces de Madrid, todavía existente, que estaba próximo a mi colegio. Las tiendas de caramelos siempre están en las cercanías de los colegios. Costaban, los anunciados en el escaparate, la cantidad de ocho pesetas. El mismo pensamiento: “Cuando sea mayor y trabaje tendré dinero y me podré comprar un kilo de caramelos”. No contaba, entonces, que con el paso del tiempo y hasta llegar al momento actual, el poder adquisitivo en vez de ir aumentando, como es de lógica, iría disminuyendo, que es lo que nos ha ocurrido con el correr de los años.
Me hice mayor, trabajé, dinero no tuve (y no tengo), pero el sueldo me hubiera permitido atender alguno de aquellos deseos infantiles. ¡Lo que son las cosas! Con la edad, resulta que no me apetecieron los aperitivos y mucho menos los dulces. A éstos los tengo verdadera aversión y tan sólo pruebo un pequeño pastel, cumpliendo con el rito, si se celebra algún cumpleaños familiar. De bebidas, nada. Y de aperitivos, únicamente si es sentado ante la mesa e inmediatamente se sirve el primer plato. Tomarlos distanciados de la comida, me quitan por completo el apetito. Eso quiere decir que con un par de boquerones mi estómago se siente satisfecho. Pero si no se produce el caso, me puedo enfrentar a una ración generosa de comida. Aperitivos, primer plato, segundo y postre. Luego, claro está, el café, pero sentado, con mantel y cubierto.
Sin embargo, el que no acostumbre a “tapear” no quiere decir que sea una costumbre que desapruebe. Al contrario. No voy a ser tan rotundo ni tan drástico como los antitaurinos ni los exfumadores lo son con los aficionados a la tauromaquia y al pitillo. El que quiera “tapear” que “tapee”. Y hará muy bien. Y de igual manera, el que quiera fumar que fume.
El tapear está cada vez más de moda, hasta el extremo de prescindir de los restaurantes para ir a cenar e incluso a comer. Es como si se tratara de una comida itinerante compuesta por diferentes sabores. Ahora a este bar, ahora a aquel otro y al de más allá, “ya veréis que tapas”. Recuerdo una taberna en Madrid, en la calle Conde de Romanones, hace bastantes años, que únicamente daban caracoles como tapa y como raciones. El dueño hacía un enorme puchero de ellos y ya tenía calculado las piezas que tenía que poner con cada vaso de vino; no se servía otra cosa. Cuando terminaba los caracoles, ya sabía el vino vendido y los ingresos que, según sus cuentas, le eran suficientes para subsistir. Entonces cerraba, fuera la hora que fuera, pronto o tarde, y hasta el día siguiente en que volvía a por su jornal fijo. Hace poco me llevaron desde Madrid hasta Talavera de la Reina, sólo para degustar las tapas que daban en determinado establecimiento. (Aproveché para guardar unos instantes de silencio y rendir homenaje a la memoria de Joselito al que mató el toro “Bailaor” en la plaza de aquella localidad toledana el 16 de mayo de 1920. En Talavera, en el País Vasco, en Andalucía, por toda la geografía española está extendida la cultura de la “tapa”, bien sea caliente o fría, como se demuestra en las continuas convocatorias que, de un tiempo, poco, a esta parte, se vienen celebrando en pueblos y capitales, conocidas como “Semana de la Tapa”, en las que bares y restaurantes compiten ofreciendo lo mejor de su creatividad en la confección de tapas con todo tipo de elementos gastronómicos tanto de pescado como de carne y verduras.
Existen muchas versiones acerca del origen de la tapa. Una se refiere al rey Alfonso X a quien, por enfermedad (supongo que sería a modo de reconstituyente), se le recomendó beber pequeñas porciones de vino a lo largo del día, y para evitar los efectos del alcohol, decidió acompañar estos tragos con pequeñas raciones de comida. Una vez recuperado, dispuso que en todos los mesones de Castilla el vino se sirviera acompañado de algún alimento, con el fin de evitar las grandes “curdas” que en ellos se cogía la gente. O sea, a modo de prevención porque no se habían inventado los alcoholímetros ni las limitaciones de velocidad. El trozo de jamón que se ofrecía, o el de queso, o simplemente un trozo de pan, se colocaba encima del vaso de vino para evitar, de paso, que cayeran en él impurezas del ambiente o insectos. Y de ahí lo de “tapa”, además de tapar los efectos del tinto. Hay quien opina que la tapa, el aperitivo, la comida entre comidas, surge entre las gentes del campo como ayuda que les permitiera llegar con fuerzas hasta el mediodía. Otras opiniones se refieren a los Reyes Católicos quienes, al parecer, obligaron a los taberneros a añadir la tapa junto a la consumición alcohólica y a los clientes a degustarla antes de beber. Por ello se ponía sobre el vaso, a modo de tapa, para que obligatoriamente hubiera que deshacerse de ella antes de trasegar el caldo. La razón real se debió a los muchos accidentes ocasionados por los carreteros que salían de los mesones como cubas -porque los mesoneros les servían tinto de garrafa y no de marca- y conduciendo como locos. Sea como sea, la tapa, como tal, está documentada ampliamente en la literatura desde el siglo XVIII y aún antes.
Hoy se ha convertido en todo un arte culinario y en un deleite gastronómico. Incluso existen ferias y concursos donde diversos cocineros compiten en ofrecer la mejor y más atractiva tapa. Existe un derroche de imaginación al respecto en busca, lógicamente, de su destinatario final que es quien la consume y la paga, porque gratis no se da. En unos sitios, normalmente en el norte de España, se paga, con arreglo al número de palillos que tengas delante y que previamente fueron pintxos rebosantes de delicias; en otros lugares es aparentemente gratis, pero ocurre que el importe ya va incrementado en el precio de la consumición. Unos locales y otros compiten en calidades y en cantidades con tal de atraer una mayor clientela. A mí no me importa acudir a ellos, pero ya sé que luego no como. Con eso no contaba cuando, de pequeño, deseaba ser adulto para “ir de tapas”.