Durante las pasadas fiestas de San José y como todos los años, he pasado algunos días en Valencia para participar en sus tradicionales e internacionales fiestas de Fallas. Para presenciar el espectáculo de cómo éstas se convierten en fuego y cenizas, además de escuchar con los oídos y el estómago el concierto de las “mascletás”. El desplazamiento desde Madrid lo hice de la manera habitual que es en coche. El AVE ferroviario, en este trayecto, todavía no lo he estrenado. Este viaje decidí hacerlo por la autovía normal en lugar de hacerlo por la autopista, teniendo en cuenta las limitaciones de velocidad que me imponían los 110/km por hora. La diferencia en el consumo de combustible no la he notado en absoluto, pero sí en las paradas que si antes era una en esta ocasión han sido tres. Lo economizado en peaje se me ha ido en café y croissants, con lo que mi bolsillo no ha apreciado ningún beneficio y mi tiempo en carretera ha aumentado considerablemente lo que siempre implica una mayor exposición al peligro y un mayor tiempo para liberar la mente y recuperar aspectos de la memoria que me llevaron a los años 50 e incluso periodos anteriores. Así que después de llegar a la luna, después de tantos logros de la investigación y el desarrollo, nuestros gobernantes, a base de prohibiciones y control de las personas, como poco nos han situado de nuevo en la mitad del siglo pasado, aunque muchos consideran que se ha avanzado por aquello de poder decir lo que a uno se le viene a la cabeza, aunque ello no suponga más que un simple desahogo ya que no se alcanza a más.
De aquellos años 60 guardamos la memoria del 600 que, el que más y el que menos llegó a disfrutar transformándole de peatón en automovilista. El 600 que convirtió a tantos españoles en turistas veraniegos y con el que llegaron a las costas levantinas y andaluzas para conocer la playa y hartarse de sol. El 600, que no pasaba de 110 km a la hora, y eso metiendo el pie en el acelerador hasta el fondo y aprovechando una cuesta abajo. Los coches actuales superan con creces la posibilidad de rodar a 200, pero está prohibido pasar de 110, con lo que nos sobran caballos por todos los lados y sexta velocidad, que hemos pagado al fabricante con la intención de sacarles todo el provecho de su potencia, al creer superada la época del 600. Pero no; estamos como entonces: a velocidad, casi, de carreta y siendo testigos, además de destinatarios, de la propaganda oficial en casi todas las emisoras de televisión. En aquellos años, al haber un único canal, además del NO-DO, los cantos de autobombo eran menos aburridos. Lo de ahora, sin hablar de pantanos, también es una inauguración constante en los medios. Cualquier pequeña obra es considerada, por el político de turno, razón suficiente para salir en la foto.
Los atascos de tráfico en las ciudades y aledaños, con lo que ello supone de despilfarro de combustible quemado no entra en los planes para economizar energía. Si entra, está claro que sus responsables no saben aplicar las medidas, porque los atascos no han variado en intensidad más allá de la disminución que supone que los que están sin trabajo no han de coger el coche para ir a él y quienes lo conservan tienen el sueldo mermado, con lo que hay que prolongar como sea el llenado del depósito. Seguro que esa disminución en el tráfico se la aplican los ediles como mérito propio, aunque no contribuyan a ello dejando de utilizar el coche oficial. A alguno se le ha ocurrido que los usuarios del automóvil lo compartan, pero no han contemplado la posibilidad de compartir el suyo, el oficial, cosa que sería lógica ya que somos los contribuyentes quienes lo sufragamos.
En todas estas disquisiciones andaba durante mi desplazamiento a Valencia, regreso incluido, cuando en mi memoria surgió una situación anterior a la del 600 y que también podría ser de utilidad para aplicar en estos tiempos de crisis económica y energética: el gasógeno.
Mi infancia no tiene recuerdos de un patio sevillano ni de un huerto claro donde el limonero madurara, como la de Antonio Machado, no. Mis referencias infantiles y de gran parte de mi juventud son las de una calle madrileña típica, reflejada en textos literarios y coplas populares: la Cava Baja, en el castizo barrio madrileño de La Latina. Tan castizo que adoptó ese nombre que es con el que se apodó a Beatriz Galindo, la preceptora de Isabel la Católica, no por ser una de las mujeres más cultas de su época sino por dominar el latín, además de ser vecina del barrio que tomó su apodo.
En la actualidad es zona de esparcimiento para la juventud que recorre los bares por allí instalados la noche de los viernes y sábados. Hace cincuenta y tantos años era lugar de llegada para los vecinos de los pueblos que rodean Madrid, al igual que los procedentes de Extremadura, Ávila, Segovia, Salamanca, Ciudad Real o Toledo. Alcázar de San Juan, Talavera, Lagartera… Por allí llegaban a Madrid las finas labores de hilo tejidas por las hábiles manos lagarteranas a las que se canta en la zarzuela “El huesped del sevillano”: “Lagarteranas somos, venimos todas de Lagartera, lindos encajes traigo de Lagartera y de Talavera…”
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También los mieleros y queseros que iban ofreciendo sus mercancías de piso en piso, de puerta en puerta. Y los vinos de Toledo y de La Mancha. Y quien venía con la lista de los encargos que le habían hecho en el pueblo y volvía con todos ellos ganando por el recado algún mísero jornal. Todo ello, como se venía haciendo desde el XIX. Los carros, tirados por yuntas de mulas, portadores de mercancías varias. Carreteros y caballerías tenían su aposento en alguna de las muchas posadas existentes, que todavía perduran aunque convertidas en restaurantes de moda. Otras desaparecidas. La posada del León de Oro, la de San Isidro, la de San Pedro, la del Dragón, la de la Villa, el Mesón del Segoviano…
Los caballos de vapor, sin embargo, fueron sustituyendo a los de tiro y la calle pasó a llenarse de vehículos de viajeros -coches de línea se llamaba entonces a los autocares- aunque de pequeñas dimensiones y escasa capacidad y otros -camionetas, porque no llegaban a la categoría de camiones- que continuaron la labor desarrollada por las anteriores carretas. Los arrieros, por tanto, pasaron a ser chóferes. Muy bien, muy moderno conforme al desarrollo de los tiempos. Pero surgió lo imprevisto para aquellos negocios de transporte recién iniciados: la crisis del combustible, la escasez de gasolina debida a la total dependencia del exterior en cuanto al suministro, lo que obligaba a su racionamiento pagado a un alto precio. Vamos, que las cosas tampoco han cambiado en este aspecto. Había que encontrar una solución y la imaginación acertó con ella. Se inventó el gasógeno. Era un artefacto de considerables proporciones que permitía quemar carbón o leña produciendo gases que accionaban el motor de explosión igual que la gasolina, aunque con menor potencia. La cosa funcionaba, más mal que bien pero funcionaba, aunque con el inconveniente de tener que transportar, además del aparato del gasógeno, el carbón o la leña que consumía. Incluso, llegado el caso, con cáscaras de almendra y avellanas y hasta huesos de aceituna. Más o menos, lo que ahora se conoce como biomasa con la que se alimentan algún tipo de calderas, Todo valía con tal de que fuera combustible. Los viajeros tenían que bajarse de los coches cuando éstos enfilaban una cuesta arriba, pero se logró superar el momento crítico y el país continuó su proceso de adelanto a pesar de la situación de posguerra. Su popularidad -necesidad obliga- hizo que proliferaran los fabricantes de gasógenos que, en 1942, llegaron a ser 38. El transporte colectivo en la ciudad superó la situación inventando e implantando el trolebús que circulaba gracias a la electricidad.
Poco a poco las cosas se fueron solucionando, apareció el 600 y todas esas cosas que ya sabemos y la venta de gasolina también se liberó. Más tarde se produjo la invasión de vehículos que ahora conocemos y… de nuevo la crisis. Gran parte del personal tiene que dejar su vehículo en casa porque el sueldo no le alcanza para atender sus necesidades y las que el vehículo le exige. Las calles están algo más despejadas en las horas punta, pero a este paso y al precio que está el combustible no sería extraño que un día aparecieran de nuevo los gasógenos. Con permiso de los ecologistas, claro, que protestarían porque se quemaría leña y habría que cortar árboles y… bueno, lo de siempre. Hasta cabe la posibilidad de que a algún ministro se le encienda la bombilla y el gasógeno se obligue por ley, que todo puede pasar.