Se acabó. Todo llega a su fin como les ha ocurrido a las vacaciones que ya han dicho adiós. Las de este año han pasado a formar parte del recuerdo y lo disfrutado, o padecido, en ellas ya es pretérito y motivo para que, en su momento, nos vengan a la memoria. Pero nada más. El deber de lo habitual nos estaba aguardando y no hay más remedio que enfrentarse a la nueva situación que, simplemente, es la de siempre, con los únicos aderezos que, por nuestra cuenta, seamos capaces de adosar a la monotonía de los once meses que separan unas vacaciones de otras. Solo los que militamos en el ejército de los jubilados, ese del que los políticos se acuerdan cuando se convocan elecciones y del que se olvidan una vez celebradas excepto para congelarles la pensión, continuamos con esas eternas vacaciones prolongadas hasta el último momento de nuestras vidas.
Igual que para los adultos con sus responsabilidades, también las vacaciones estudiantiles han quedado atrás, por lo que niños y adolescentes deben enfrentarse a las suyas que son las de asistir al colegio. ¿No recordáis vuestro regreso a clase?
Suponía, lo primero, volver a encontrarse con toda la pandilla de amigos y compañeros, recuperar el olfato hacia la goma de borrar y la madera de los lapiceros y el oído tener que soportar de nuevo el rechinar de la tiza en la pizarra. Por otra parte volver a enfrentarse con la cara de los profesores entre los que había algunos a los que preferíamos no tener que encontrar de nuevo para no convertir el aprendizaje en una pesadilla. Sin embargo, nos alegraba volver a responder a las preguntas de aquellos que acaparaban nuestras preferencias y que, lo que son las cosas, eran responsables de las asignaturas que mejor asimilábamos. Supongo que era cuestión, más que nada, de ellos y no nuestra porque, casualmente, los considerados como buenos profesores eran los que en sus clases obtenían mejores resultados escolares. Siempre estaba la excepción de los empollones a los que tanto les daba un carácter que otro, una forma amena de enseñar o una imposición. Hay gustos para todo.
Entre los preparativos para enfrentarnos al nuevo curso había algunos ritos imprescindibles. El primero, unos días antes de dar comienzo, equiparse de calzado apropiado. Algo tan sencillo como ir a la zapatería Segarra (me refiero a la vida en Madrid, que es la que conozco) donde, por aquellas fechas se formaban colas interminables para adquirir unos zapatos que, como los actuales electrodomésticos que tienen fecha de caducidad programada para cinco o seis años, duraban todo un curso. Lo mismo daba que los cuidaras -aunque no creo que ninguno nos preocupáramos por esa nimiedad- que te pasaras el día jugando al fútbol. Duraban, exactamente, los nueve meses del curso incluyendo en su uso las clases de gimnasia a las que todavía no se había incorporado el calzado deportivo. Como mucho unas playeras. Pocos días antes de finaliza el curso, se empezaba a separar la suela del resto del zapato adquiriendo forma de boca a punto del bostezo, con cordones llenos de nudos que reparaban sus roturas, y la contestación paterna, ante el anuncio de rotura inminente, ya se sabía: “anda, ten cuidado, que para lo que queda de clase no se te van a comprar otros. Destrozón, que eres un destrozón”. Y llegábamos al final casi mostrando los dedos de los pies.
Otro aspecto previo a comenzar el curso eran los libros. Se compraban e inmediatamente los forrábamos ilusionados, pero no con papel adhesivo que no existía; con papel que llamábamos de forrar, rojo, azul, blanco, y se vendía en las papelerías junto con los cuadernos, gomas de borrar, lapiceros y plumillas de corona, de pata de gallo o de redondilla que impregnábamos de tinta en los tinteros incorporados a las mesas de la clase, que a diario se encargaban de llenar los bedeles del colegio. El papel secante nos lo regalaba el vendedor de la papelería y nos marchábamos tan contentos con el obsequio. Por cierto, que aquel papel no secaba en absoluto y había que tratarlo con mucho cuidado a la hora de utilizarlo para no emborronar el cuaderno.
Las cosas hoy, en este aspecto, no creo que hayan cambiado demasiado aunque existen algunas diferencias. A saber: aquellos zapatos hoy son de marca y con una duración más limitada ante un uso similar, y hay que añadir el calzado deportivo haciendo juego con el chándal. Si el colegio exige uniforme, como entonces, hay que cerrar los ojos y enfrentarse a su importe. Luego, tener suerte de que a lo largo del curso no le pase nada en forma de supermancha o rotura. Si no existe el uniforme, el problema es casi peor porque los niños, en la actualidad, no se conforman con un polo del mercadillo, sino que tiene que ser de marca y tener una colección de colores variados. Si el chaval/a es de condición más heavy, la ropa andrajosa también requiere variedad por lo que el costo se dispara igualmente para parecer que siempre llevan lo mismo y sólo quien la luce sabe que es diferente cada día.
En cuanto a los libros, hoy no se precisa forrarlos ya que están concebidos para ser destrozados haciendo fichas con ellos y garabatear en sus páginas. Sería una bobada tratar de conservar intacta la portada. Por otra parte es igual, ya que al año siguiente no le servirá a ningún hermano menor, además de por destrozado, porque no será válido según los nuevos planes de enseñanza. Que siempre hay un nuevo plan.
Donde sí hay una diferencia grande entre los que fuimos al colegio hace más de medio siglo y ahora, es que tuvimos que aprender la historia de España, además de su geografía y que si nos desmandábamos en nuestro comportamiento, el profesor tenía la osadía de regañarnos y hasta castigarnos para que aprendiéramos buenas maneras. Incluso mandaba una nota a nuestros padres que debían devolver firmada dándose por enterados. La firmaban y no iban a pedirle explicaciones al profesor, ni amenazarle, ni agredirle. Los tiempos cambian.
Hoy, esa Historia ya no es necesario aprenderla porque la Historia, como por arte de birlibirloque ya no es la que era, han desaparecido muchos de los aspectos y personajes que a lo largo de los años y los siglos hicieron posible nuestro país, y la geografía se ha transformado en multitud de fronteras que marcan líneas divisorias sobre el mapa de lo que entonces llamábamos España. No sé si dos y dos seguirán siendo cuatro porque, según la autonomía donde se enseñe, me temo que no ya que en cada una los criterios difieren de las restantes.