Una demostración más de lo que es el caos autonómico, con sus 17 gobiernos y sus 17 diferentes maneras de desgobierno, es el comienzo del curso escolar. Cada Comunidad empieza el curso cuando mejor le viene en gana, sin ningún criterio de unidad para todo el territorio español. Lo mismo ocurre con la atención médica de la Seguridad Social a la que tan difícil es acceder según la Comunidad donde se manifieste la enfermedad, si no es en la que somos residentes. Tampoco existe un criterio uniforme porque en cada territorio tratan de arrimar el ascua a su sardina y las autoridades nacionales nada hacen por evitar que todo este desmadre se produzca, con perjuicio para tantos afectados que con sus contribuciones a través de impuestos posibilitan la existencia de esa medicina pública y de esa enseñanza pública. Además de otros muchos aspectos.
Igual que nosotros con nuestras responsabilidades, también las vacaciones estudiantiles han quedado atrás, por lo que niños y adolescentes deben enfrentarse a las suyas que son las de asistir al colegio. Los adultos ya hace algunos días que recuperaron la monotonía para sus vidas y el mundo estudiantil está a punto de hacerlo aunque con las diferencias existentes entre unas y otras comunidades donde sus sesudos responsables de educación mantienen criterios diferentes con respecto a la fecha de iniciación. ¿No recordáis vuestro regreso a clase?
Suponía, lo primero, volver a encontrarse con toda la pandilla de amigos/compañeros además de algún nuevo compañero, recuperar el olfato con el olor emanado de la goma de borrar y de la madera de los pupitres recién limpios, de los lapiceros, y para el oído volver a escuchar el rechinar de la tiza en la pizarra. Por otra parte volver a enfrentarse con la cara de los profesores entre los que había algunos a los que preferíamos no tener que encontrar de nuevo para no convertir el aprendizaje en una pesadilla. Había otros, a los que considerábamos amigos y como tal se comportaban.
Sin embargo, nos alegraba volver a responder a las preguntas de aquellos que acaparaban nuestras preferencias y que, casualmente, eran responsables de las asignaturas que mejor asimilábamos y consiguientemente en las que mejores notas obteníamos. Supongo que era cuestión, más que nada, de ellos y no nuestra porque, casualmente, los considerados como buenos profesores eran los que en sus clases obtenían mejores resultados escolares. Siempre estaba la excepción de los empollones a los que tanto les deba un carácter que otro, una forma amena de enseñar o una imposición. Hay gustos para todo.
Entre los preparativos para enfrentarnos al nuevo curso había algunos ritos imprescindibles. El primero, unos días antes de dar comienzo, equiparse de calzado apropiado. Algo tan sencillo como ir a la zapatería Segarra (me refiero a quienes vivíamos en Madrid, que es la que conozco) donde, por aquellas fechas se formaban colas interminables para adquirir unos zapatos que, como los actuales electrodomésticos que tienen fecha de caducidad a los cuatro o cinco años, duraban todo un curso. Pero ni un minuto más. Lo mismo daba que los cuidaras -aunque no creo que ninguno nos preocupáramos por esa nimiedad- que te pasaras el día jugando al fútbol. Duraban, exactamente, los nueve meses del curso incluyendo en su uso las clases de gimnasia para las que no existía calzado deportivo con cámara de aire, suela de no sé qué y cierres de velcro. Pocos días antes de finalizar el curso, se empezaba a separar la suela del resto del zapato, con cordones llenos de nudos, y la contestación paterna, ante el anuncio de rotura inminente, ya se sabía: “anda, ten cuidado, que para lo que queda de clase no se te van a comprar otros. Destrozón, que eres un destrozón”. Y llegábamos al final casi mostrando los dedos de los pies, pero habiendo usado únicamente un par de zapatos o de botas en los casos en que los padres eran más conscientes del trato que iban a recibir y suponiendo a éstas más resistentes.
Otro aspecto previo a comenzar el curso eran los libros. Se compraban e inmediatamente los forrábamos ilusionados, pero no con papel adhesivo que no existía; con papel que llamábamos de forrar, rojo, azul, blanco, y se vendía en las papelerías junto con los cuadernos, gomas de borrar, lapiceros y plumillas de corona, de pata de gallo o de redondilla. El papel secante nos lo regalaba el vendedor y nos marchábamos tan contentos con el obsequio.
Las cosas hoy, en este aspecto, no creo que hayan cambiado demasiado aunque existen algunas diferencias. A saber: aquellos zapatos hoy son de marca y hay que añadir el calzado deportivo haciendo juego con el chándal y la camiseta. Si el colegio exige uniforme, como entonces, hay que cerrar los ojos y enfrentarse a su importe sin alternativa de ningún tipo. Luego, tener la suerte de que a lo largo del curso no le pase nada en forma de supermancha o rotura, también llamada “siete”. Si no existe el uniforme, el problema es casi peor porque los niños, en la actualidad, no se conforman con un polo del mercadillo, sino que tiene que ser de marca y tener una colección de colores variados. Si el chaval/a es de condición más heavy, la ropa andrajosa también requiere variedad por lo que el costo se dispara igualmente para parecer que siempre llevan lo mismo y sólo quien la luce sabe que es diferente cada día.
En cuanto a los libros, hoy no se precisa forrarlos ya que están concebidos para ser destrozados haciendo fichas con ellos y garabatear en sus páginas. Sería una bobada tratar de conservar intacta la portada. Por otra parte, es igual ya que al año siguiente no le servirá a ningún hermano menor, además de por destrozado, porque no será válido según los planes que se van sucediendo donde todo varía para seguir siendo igual. Que siempre hay un nuevo plan de enseñanza y un nuevo ministro que retoca todo lo establecido por el anterior.
Otro gasto para los padres es el de las gafas. Por alguna extraña razón, los niños de hoy padecen mucho más de la vista que nosotros cuando tuvimos su edad. Será culpa de la televisión de todo lo absurdo que se ve, pero el caso es que en las clases de hoy en día son muchos los alumnos que usan gafas y que las rompen un día sí y otro también, teniendo que ser sustituidas para mantener la calidad visual del niño que, además, es quien elige el modelo de montura y se niega a usar otro que no sea de su preferencia estética.
Donde sí hay una diferencia grande entre los que fuimos al colegio hace medio siglo y ahora, al margen del inestimable apoyo de la informática para el aprendizaje, es que tuvimos que aprender la Historia de España, además de su geografía y que si nos desmandábamos en nuestro comportamiento, el profesor tenía la osadía de regañarnos y hasta castigarnos para que aprendiéramos buenas maneras, además del contenido de las asignaturas. Incluso mandaba una nota a nuestros padres que debían devolver firmada dándose por enterados. La firmaban y no iban a pedirle explicaciones al profesor, ni a agredirle. Los tiempos cambian.
Hoy, esa Historia ya no es necesario aprenderla porque la Historia, como por arte de birlibirloque ya no es la que era; han desaparecido muchos de los aspectos y personajes que a lo largo de los años y los siglos hicieron posible nuestro país, y la geografía se ha transformado en multitud de fronteras que marcan líneas divisorias sobre el mapa de lo que entonces llamábamos España. Los hechos históricos han variado; algunos ni se mencionan, sobre todo si son a nivel nacional y no conviene en lo que se desea a ésta o aquélla comunidad autónoma. Y si no se dan las circunstancias para la existencia de estos reinos de taifas ¿cómo se van a conseguir las canonjías que su existencia proporciona a un buen puñado de ciudadanos? Tienen que defender su particular y productiva nueva Historia. No sé si dos y dos seguirán siendo cuatro porque, según la autonomía que lo analice y lo establezca en sus particulares libros de texto, me temo que no.