Los responsables de los organismos gubernamentales parece que andan muy preocupados por nuestra salud, ya que esa apariencia es suficiente para ganarse el sueldo que es lo que verdaderamente les preocupa. Ya no hay, por imperativo legal, anuncios de tabaco. ¡Aquellos anuncios de Marlboro en las praderas americanas con los vaqueros al calor de una hoguera!. Ni en televisión, ni en vallas publicitarias, ni en los coches de fórmula 1… En los bares se exhibe claramente el cartel que indica la prohibición de “consumir tabaco” y al no mencionar como prohibidos otro tipo de productos todo hace pensar que está permitido consumirlos en estos establecimientos públicos.
Con el alcohol pasa tres cuartos de lo mismo. Son continuas las campañas de prevención del alcoholismo destinadas a los jóvenes y las jóvenas y, paradójicamente, el consumo compulsivo de alcohol aumenta día a día entre la chiquillería que se reúne para celebrar “botellones”, mientras que a los que se supone encargados de impedirlo se entretienen mirando hacia el lado contrario, supuestamente advertidos por los “advertidores” de arriba en su afán por no causar problemas tan antipáticos en un proceso electoral. Hay ocasiones en que los bares, además de para beber chacolí, sirven para canalizar algunas de esas advertencias dirigidas a determinados terroristas sirviéndose de faisanes ya que no de palomas mensajeras, como sería lo lógico. Los telediarios ofrecen constantemente reportajes realizados entre la juventud donde se demuestra, sin ninguna ocultación y directamente por boca de sus protagonistas, el consumo salvaje de alcohol. Las estadísticas se nos muestran constantemente consiguiendo que gran parte de esa juventud incremente las cifras de consumo, como tratando de batir un record, mientras que son muy pocos los que renuncian al botellón o similares. Cualquier tarde de viernes no hay más que acercarse a una gran superficie y sin ningún tipo de ocultación podrá verse a algún “dieciochoañero/a” cargando cantidad de botellas de whisky, ginebra y cola con el acompañamiento y colaboración en la carga de sus secuaces que todavía no han alcanzado esa edad en que les está permitido hacer uso del DNI para posibilitar el paso ante la cajera.
Hace años, sin embargo, no era necesario alcanzar la mayoría de edad para tener acceso al alcohol. Lo hacíamos desde nuestra más tierna infancia y con consentimiento paterno ya que eran nuestros padres quienes nos inducían a ello. ¿O no era inducirnos el que nos obligaran a tomar un poco de quina antes de las comidas e incluso ofrecérnosla como premio? Cualquier adición comienza con una leve prueba.
Me vienen a la memoria escenas de la infancia por las que, el que más y el que menos, hemos pasado ya que nadie lo impedía, y los organismos gubernamentales no se planteaban un comportamiento paternofilial pernicioso relativo a la ingerencia de alcohol por parte de sus vástagos. Había ocasiones en que, incluso, era una especie de gracia, suministrar al menor una “copita”, un dedal para que se “mojara los labios”, si algún evento familiar se estaba celebrando en el seno de una familia. O si el infante padecía algún trastorno alimenticio que las madres (no todas, claro) no dudaban en tratarlo con quina.
¿Hay alguien que en su más tierna infancia no haya probado una copita de quina? Los hermanos Malasombra, aquellos de los chiripitifláuticos, eran “más malos que la quina”, según se decía en la canción que les hacía referencia. Y yo no he oído nunca decir que la quina sea mala, ni que lo esté. La opinión generalizada es justamente la contraria y ése era el reclamo de la quina Santa Catalina: “es medicina y es golosina”. Como tal la aceptábamos y como tal nos la administraban de pequeños.
http://www.youtube.com/watch?v=yB_7g7_gsqk
Que el niño estaba desganado… pues nada, el remedio casero: una copita, un dedito, de quina para abrirle el apetito.
Que el niño estaba pachucho… pues al médico; aquellos médicos de cabecera que conocían a todos los miembros de la familia, desde los abuelos al recién nacido, y que diagnosticaban sin necesidad de análisis ni nada, sólo con mirar el fondo de ojo del paciente. “El niño tiene un poco de anemia”, -decía mientras extendía la receta de un complejo vitamínico- déle este jarabe, que es inofensivo y una copita de quina antes de las comidas, o se la pone con una yema de huevo y leche, bien mezclado todo. Ale, chaval, a correr”..
Y no nos pasó nada a los de la generación que hemos vivido aquella época. Nos recuperamos de nuestras pequeñas deficiencias alimentarias, motivadas por la escasez de la posguerra y nos abrió el apetito porque la quina Santa Catalina, según decía el anuncio, “da unas ganas de comeeeeer”.
Posiblemente por aquella bebida, que pedíamos a nuestra madrina cuando la visitábamos: -“tía, dame un poquito de ese vino tan rico que tienes”-, y que ella nos daba sonriente acompañado es poco con un puñado de almendras a la vez que se justificaba: “anda, que al niño bien que le gusta el morapio”, fue la que hizo que nos enfrentáramos a los fríos inviernos de entonces en casas donde un brasero o una salamandra eran el único elemento de calefacción para unos inviernos inclementes. También la que nos hizo resistentes a los muchos golpes que nos dábamos en la bicicleta o en los patines, sin utilizar casco ni nada que se la pareciera. Posiblemente fue la quina que, sin embargo, no nos arrastró al botellón como actualmente no dudaría en afirmar la ministra del ramo, tan omnipotente ella en sus afirmaciones. Era tal la bondad de esta bebida que, incluso en la presentación de la botella había una monja.
Fueron otros tiempos. Ni mejores ni peores, otros simplemente. En este caso, los de la quina, un vino dulce con nada menos que 15 grados, que se obtiene de uvas de cepas Malvasía, oriundas de Grecia y aclimatadas desde hace cientos de años al sol de España.
Lo que hace falta es que no se recurra a la memoria histórica -aunque su principal defensor ha dejado de ejercer oficialmente en ese terreno, porque en otros hace mucho que no ejercía y si lo hacía lo hacía mal-, y desde alguna orden ministerial se acabe por denunciar y sentenciar a nuestros ascendientes por inducción al alcoholismo a menores. No sé si habré facilitado una pista.