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Cabecera Me Viene A La Memoria

PAN DE PUEBLO ALCARREÑO

En este tiempo de verano hay un recuerdo de infancia que invariablemente me viene a la memoria año tras año y desde hace muchos. Me refiero a la etapa vacacional en que durante tres meses el colegio cerraba sus puertas con lo que quedábamos libres de asistir a él a diario y consiguientemente de estudiar. Era tiempo de vacaciones, aunque con matices ya que, en el pueblo en que mis padres nos llevaban (a mis hermanos y a mí) a retozar, asistíamos a las clases (o un simulacro de ellas) que el profesor titular de aquel pueblo alcarreño organizaba fuera del periodo lectivo, mediante el abono de una pequeña cantidad que, imagino, le vendría muy bien añadida a su exiguo salario. Eran tres horas, por las mañanas, y el resto del día gozábamos de plena libertad por eras, viñedos, huertas, alamedas… naturaleza, en definitiva, que en Madrid no era posible. Aquellos recuerdos son innumerables y variados, pero uno parece imponerse por encima de los demás y de forma distinta al cabo de los años, ya que su origen no se ha vuelto a producir. Hablo del pan. El pan de pueblo cuyo sabor no he vuelto a encontrar. Pero sobre todo el olor, al salir del horno e incluso después, ya que impregnaba el ambiente de la habitación donde se reservaba, cubierto con un paño, ya que se cocía sólo una vez a la semana. Y durante los siete días mantenía su esponjosidad haciéndolo apto para ser utilizado tanto en bocadillos como impregnado en el aceite resultante de freír unos huevos, y a su vez con la consistencia suficiente para ser empleado en la confección de unas sopas de ajo. Un pan que no era exclusividad de aquel pueblo ya que se producía en todos, porque en todos había horno y en todos se daba el cereal para confeccionar la harina con que preparar la base.


 


En aquel pueblo de mis veraneos infantiles -¿cómo aterrizaríamos en él, me he preguntado muchas veces sin que haya tenido contestación?)- con apenas doscientos vecinos, las calles no conocían el asfalto ni los vecinos el automóvil (sólo el médico y apenas media docena de lugareños disponían de una pequeña moto, la famosa Guzzi que no alcanzaba los 50 cc.), no había luz en todas las casas y el candil, cargado de aceite, era la fuente de iluminación desde su mecha en la mayoría de los hogares; no había agua corriente en los domicilios donde habían de utilizarla de pozo o acudir a la fuente provistos de cántaros y botijos. Todo muy primitivo y tal y como ocurría en la enorme mayoría de los pueblos de nuestra geografía. Había pan, eso sí, y por supuesto todos los alimentos propios del medio rural. Pollos, conejos y corderos que se cocinaban en cocina baja de leña; verduras y frutas procedentes del huerto familiar; huevos obtenidos de los ponederos donde las gallinas los depositaban con la posible intención de convertirse en madres; chorizo, lomo, panceta y jamón curados al aire en la parte superior de las viviendas una vez salados y empimentonados tras la matanza y conservados en alacenas, procedentes del cerdo que cada familia criaba para su uso particular. Vino, el procedente de las viñas que rodeaban el lugar, y otro tanto con respecto al aceite teniendo en cuenta que por allí también se daba el olivo. La harina igualmente, dado que en aquellos campos se criaba el trigo suficiente para abastecer de harina a toda la comunidad. Y de ella, el pan, que es lo que hoy nos ocupa. Pan que se cocía una vez a la semana en el horno comunal en el que se horneaba conforme a un turno previamente establecido entre el vecindario. Pan que se deshacía entre los dedos y en la boca cuando, recién salido del horno, oloroso y todavía caliente, se degustaba sin ningún tipo de acompañamiento. Tan simple, pero suponía un manjar. ¡Qué poco duraba una de aquellas hogazas recién cocidas! Con el paso de los días iba endureciendo, pero sin perder en ningún momento su sabor, hasta que al final, cuando ya se daba una nueva hornada, pasaba a ser utilizado para sopas, para migas y en el último momento para, remojado, alimento para los animales.


Ahora, que el pan una vez precocido es congelado y termina su cocción un momento antes de venderse, con lo que se limita a un buen aspecto exterior pero insulso y crudo por dentro, me viene a la memoria aquel pan de pueblo de mi infancia en tiempo de vacaciones. Los nativos del pueblo, acostumbrados a él durante todo el año, no apreciarían, probablemente, tal delicia gastronómica de la misma manera que lo hacíamos los de capital con el paladar acostumbrado al procedente de la industrialización masiva.


Aquel pan conoció en su interior lonchas de jamón, panceta, chorizo, queso o rodajas de tomate con anchoas con que se confeccionaron infinidad de meriendas. Sirvió de complemento para muchas tabletas de chocolate y se confundió en multitud de ocasiones con la yema de unos huevos fritos y el aceite que sirvió para prepararlos, y hasta se convirtió en “barco” navegando en la sopa del cocido, en la mezcla aceite/vinagre de las ensaladas, en la salsa del guiso o en el tazón mañanero de café con leche. Leche procedente de un ordeño reciente, no embotellada con el consiguiente proceso de esterilización. Aquel pan, cortado en rebanadas y previamente tostado al calor de las llamas, aceptaba perfectamente en su superficie, manteniendo su textura, un chorro de aceite, o una porción de mantequilla extraída de la cocción de la leche proveniente de las vacas lugareñas, espolvoreada con azúcar. Los mayores preferían el contundente rociado de vino tinto e igualmente nevado de azúcar. Durante el cumplimiento del servicio militar pude comprobar la cantidad de platos que existen totalmente rechazables debido a su condimentación, pero aprecié el buen sabor de los “chuscos”.


La bollería industrial ha venido a sustituir aquel deleite que el pan suponía para el paladar. Hoy, el pan, como tal, apenas si sirve de leve acompañamiento en las comidas porque algunas voces  han sugerido que engorda. La voz ha corrido y al pan se le da de lado para no atentar contra el aspecto físico. Seguramente por los mismos que son adictos a la pizza y a las hamburguesas.


En tiempos pretéritos, sin embargo, el pan estaba considerado como el alimento principal en la dieta tradicional de nuestra cultura mediterránea. “A nadie se le niega un trozo de pan”, se suele decir cuando alguien está en dificultades; porque se considera como algo básico. Incluso, muchas religiones y sociedades lo utilizan en sus ritos. Es el caso de matzoh en la pascua judía, la hostia en la eucaristía cristiana o el acto de bienvenida de los pueblos eslavos. En la antigüedad, para los egipcios el pan era tan importante que se consideraba como moneda para pagar los jornales. Y a las “asistentas” que acudían a nuestras casas para ayudar en las tareas domésticas, cuando finalizaba su jornada, al jornal se añadía como propina una barra de pan y dos huevos cocidos.


En el refranero español el pan aparece con frecuencia. Recordemos algunos: “Contra el hambre, no hay pan duro”, “Con pan y vino, se anda el camino”, “Al pan, pan y al vino, vino”, “Contigo, pan y cebolla”, “Pan para hoy y hambre para mañana”, “El pan, aunque sea duro, más vale para mí que para ninguno”, “No sólo de pan vive el hombre”, “No hay mejor refrán que buen vino y buen pan”, “Con pan y ajo crudo se anda seguro”, “Bocado de mal pan, ni lo comas ni lo des a tu can”, “Con su pan se lo coma”, “Eso tiene miga”, “Dame pan y dime tonto”, “Los duelos con pan son menos”, “Donde no hay harina todo es mohína”, “Dios da pan a quien no tiene dientes”, “Es más bueno/a que el pan”, “A pan duro diente agudo”, “Al pan de quince días, hambre de tres semanas”, “Con vino añejo y pan tierno, se pasa pronto el invierno”, “Ni mesa sin pan, ni mocita sin galán”, “Más vale pan duro que ninguno”… Supongo que habrá otros, además de la expresión que se refiere al aspecto físico de algunas personas: “tiene cara de pan”.


Los estudiosos del tema consideran que el pan ya se consumía en la prehistoria. O algo parecido surgido de una masa formada por granos semimolidos y ligeramente humedecida que se hubiera cocido al sol. Los arqueólogos han encontrado pan en las ruinas de Pompeya y en los yacimientos de los poblados cercanos a los lagos suizos. De los egipcios hay constancia de que utilizaban la levadura y los hornos, al igual que en la antigua Roma donde la dieta de los legionarios era corriente que fuese una ración de aceitunas y pan. De ahí, también, la gran importancia que adquirió en Roma el cultivo y el comercio del trigo. Allí, en la Roma antigua, surge también el concepto de “pan y circo” desde el que se intenta amortiguar los conflictos sociales proporcionando un placer simple y básico al pueblo llano. Con el tiempo pasó a ser “pan y toros”, argumento que sirvió a Barbieri para crear una zarzuela con ese título.


http://www.youtube.com/watch?v=8U3osYfb7YY


El mismo argumento ha llegado hasta la actualidad en que el mismo propósito para “despistar” se emplea utilizando el fútbol que, como el pan, se nos suministra a diario, además del sandwich con pan integral de molde.


Así y todo, son hoy muchas las panaderías que ofrecen multitud de variedades y formas. Hasta 400 he visto anunciadas en la promoción de un establecimiento: de castañas, de algarroba, con tomate, con ajo y perejil, de arroz, de maíz, de centeno, de soja, de mijo, de patata, de arroz…, además de la típica chapata, candeal, de picos, gallego, de payés, hogaza, baguette, de cuadros, de boutique, alcachofas, cuernos, etc. Establecimientos especializados en pan cuyo aspecto es seductor. Otra cosa es su sabor, tan parecido entre unos panes a otros, y el punto de cocción en un horno eléctrico y no de leña, casi siempre corto de tiempo a juzgar por su crudeza tanto interior como exterior. “Es que el público me lo pide blanco”, argumentan los panaderos. Será ésa la razón, pero el caso es que ninguno de ellos tiene el sabor y mucho menos el olor de aquel pan que degustaba en mis vacaciones infantiles en un pueblo de la Alcarria, con lo que algunos aspectos en tiempos pasados sí fueron mejores.

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