En plena estación invernal, el cuerpo, en su sabiduría, reclama aspectos gastronómicos que nos protejan del frío. Pide calorías, esas que los médicos se empeñan en que apartemos de nuestro paladar y hasta de nuestro pensamiento. De la misma manera que el verano lleva unido a él la palabra gazpacho, en estos momentos de nieves y cero grados de temperatura, el cocido es el sabor a gloria. Así definió Pepe Blanco su sabor en aquella canción que el cocido madrileño inspiró a Quintero, León y Quiroga: “Porque tu eres gloria pura, porque tu eres gloria pura, cocidito madrileño”.
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No me hable usted, no ya de los banquetes que hubo en Roma, como decía el castizo riojano, sino de todos esos inventos culinarios hoy tan de moda, que donde esté un cocido bien hecho… con su tocino, su chorizo, su morcilla… y sus garbanzos, claro. Faltaría más. El garbanzo es la materia prima esencial de este guiso, como lo es de otros donde el valor gastronómico también lo aporta esta legumbre: los garbanzos con callos, con setas, con espinacas y bacalao, guisados simplemente, en ensalada… Reivindico la cocina de los fogones, de los manipulados a fuego lento, la tradicional y con los productos de siempre. Sin experimentos.
Días pasados dio comienzo la que ha dado en llamarse “Ruta del cocido madrileño”, un reclamo tanto turístico como gastronómico de más de 30 restaurantes de la Comunidad de Madrid unidos para este fin, aunque cada uno desde su perspectiva culinaria. A los clientes que degusten un cocido en uno de ellos se les entregará una cartilla que irán sellando en su paso por otros donde irán manifestando su valoración. Con ello se entrará a participar en un sorteo con atractivos premios. Aunque son muchos los establecimientos de comidas donde se ofrece cocido, algunos han hecho de este plato la razón especial de su carta y la fama de su negocio. Ocurre en L’hardy, La Bola, Malacatín, El Charolés, la taberna de Buenaventura, la de la ‘señá’ Daniela, Casa Carola… Son locales madrileños donde el cocido es la especialidad. En todos puede calificarse de exquisito y en todos es diferente, como lo es en nuestra casa y en la de cualquier familiar o amistad. Y es que hay tantos cocidos como cocineros. Cada uno le da su toque particular: más o menos embutido cocido con los garbanzos o aparte, más o menos sal conforme a la cantidad de jamón y a sus características salobres, cantidad y tipos de verduras, pollo o gallina y la edad de ésta, huesos, etc. Lo que siempre es igual, y muchos afirman que ahí reside el secreto de la fama adquirida por el cocido madrileño, es el agua. Agua de Madrid que los responsables de algunos de estos restaurantes llevan consigo cuando desarrollan alguna exhibición de cocina en otras latitudes.
Hay uno –un cocido– que es el que más nos gusta, el que ponemos siempre como ejemplo y que calificamos como obra de arte. Es el de nuestra madre o nuestra abuela. “Está bien, pero como el de mi madre ninguno. A éste le falta un no sé qué, un punto de algo”. Y es que, en efecto, el cocido, aún hecho exactamente, varía de un lugar a otro dependiendo de la condición de las aguas, de la sal empleada (además de la cantidad), de las materias primas y de la clase de garbanzos. Tienen fama bien merecida los originales de Fuentesaúco, pero los castellanos, en general, garantizan una buena calidad. Aunque, no nos engañemos, la mayor parte de los que llegan a nuestros estómagos actualmente proceden de Méjico. No deben estar nuestros agricultores, por mucho que pertenezcan a la Unión Europea y todo lo que se quiera, muy conformes con lo de sembrar y cultivar garbanzos, luego trillarlos, luego comercializarlos, etc. Y como no están por la tarea, tan poco reconocida en el agro europeo, pues no los cultivan. Como ocurre con gran parte de nuestra agricultura tradicional.
Yo, ya digo, recuerdo los cocidos de mi abuela, que son los que con estos fríos me vienen a la memoria. Se comían los domingos que es cuando la familia se reunía. Al igual que manifiesta casi todo el mundo con respecto a sus abuelas, he decir que el de la mía es el mejor cocido que he comido. ¿Aplicaba sus recetas de Asturias adaptadas a Madrid? ¿Eran consecuencia de su deambular por tierras de España? No lo sé, pero aquellos cocidos estaban, como suele decirse, para chuparse los dedos. En cualquier punto de nuestra geografía se prepara y se consume, con diferencias que le dan carácter propio; incluso el nombre varía aunque en el fondo siempre sea un cocido. El cocido lebaniego de Cantabria, el de Lalín, el maragato, la escudella, la olla gitana, el pote gallego o el asturiano, la ropa vieja hecha con sobrantes… Los de Galicia, de Cataluña, de Asturias, de Canarias, de Extremadura…
El cocido, por otra parte, es tan agradecido que el mismo trabajo ocasiona prepararlo para más personas que para menos; es cuestión de añadir al puchero, la olla, más de todo. Y que cueza lento. Recuerdo cocidos en los pueblos haciéndose despacio, desde por la mañana temprano, junto al fuego de sarmientos, en cocina baja. Prácticamente hechos al calor, sin rozar el fuego. Y en puchero de barro. Con el detalle, además, de su economía cosa que es de agradecer en tiempos de crisis.
Aunque en gran parte desaparecida, existía antiguamente la costumbre de tener prefijados los platos que se tomarían a lo largo de la semana: cocido, fabada, lentejas, guiso de patatas, paella. Los sábados y domingos eran de más fiesta y se dejaba a la improvisación del ama de casa conforme a lo que el mercado ofrecía. En algunos restaurantes se mantiene la costumbre con lo que consiguen la fidelidad de sus clientes conforme al diario gastronómico. En el que yo suelo frecuentar los días en que ningún miembro de la familia se siente inspirado para entrar en la cocina, el cocido es los miércoles y el establecimiento se llena de público como ningún otro día de la semana.
Primero te ofrecen la sopa y después los garbanzos con toda la parafernalia de que van rodeados. Te asusta ver el plato rebosante, aunque, poco a poco, termina vacío. Sin embargo, no es la forma correcta de servir un cocido, que conforme a los cánones de la buena mesa debe hacerse en ‘tres vuelcos’: el que incluye la sopa, el de los garbanzos con las verduras y el de las carnes. Es la única forma de que todo se mantenga caliente ya que ocurre, con frecuencia, que carnes y grasas no apetecen por haber disminuido la temperatura que tenían en el momento de servirlas.
Ignoro cómo lo tomarían los reyes de la antigüedad, pero hay constancia de que lo tomaban tanto Carlos I como Felipe II. Y si surge algún aguafiestas comentando que padecían de gota, aclaremos que, los garbanzos, no son los culpables y en cuanto al resto de ingredientes, todo consiste en la cantidad que de ellos se ingiera. Porque el garbanzo, la carne del pobre, es de una considerable riqueza en cuanto a aportes nutritivos, siendo generoso en proteínas, en almidón y en lípidos, sobre todo en ácido oleico y linoleico, que son insaturados y carentes de colesterol. Aporta, por otra parte, fibra y calorías y es, además, diurético. Por otra parte, dado su bajo contenido en sodio, permite ser incluido en dietas de control de la hipertensión. Hasta los antiguos romanos era sabedores de todas estas virtudes y de ahí que algunos de los autores de esta época (Marcial y Apicio, concretamente y teniendo en cuenta que éste segundo era todo un especialista en gastronomía) se fijaran en ellos e incluso ofrecieran recetas para su preparación. Es mencionado en la “Crónica de los Reyes Católicos” de Andrés Bernáldez, en los “Cantares” del Arcipreste de Hita, en el “Libro de buen amor”, en “La lozana andaluza” de Francisco Delicado, y en general en la literatura del siglo XV, refiriéndose a la adafina o adefina sefardita que es, en definitiva, el origen del actual cocido aunque cocinados, los garbanzos, con carne de cordero. Se cocía durante la noche del viernes, en olla de barro, para ser consumida durante el Shabat.
El ara que es consagrada
Y de piedra dura y fina
De vuestra mano tocada,
En un punto fue tornada
Ataifor (plato hondo) con Adafina.
Concretando, que el cocido, tanto en el menú de los reyes como en el de los cardenales o albañiles, constituye un manjar para el paladar. Es pobre y aristocrático, según el momento y según la mesa; alimento de soldados cuando las necesidades requerían una mayor fortaleza física; inspiración para poetas; motivo para frasear (ganarse el cocido); receta contra la anemia… Es un plato único en tres.
Aparece de vez en cuando en los cocidos un garbanzo negro que desconozco si estropea el guiso, pero desafina en el colorido del conjunto. En las familias, cuando alguno de sus miembros desentona del resto se dice de él que es el “garbanzo negro”. En la familia política -entre los políticos quiero decir, no entre los cuñados- de “garbanzos negros” podrían llenarse montones de sacos.