En la puerta de muchos restaurantes se exhibe una pizarra con el menú del día. Será, digo yo, para que, además de los viandantes, se enteren los propios clientes que han de permanecer fuera del establecimiento para fumar. Bien, pues en ellos se observa con frecuencia, además de todos los platos consabidos que apenas se renuevan, uno que sólo durante un mes se ofrece al comensal: el potaje de vigilia en unos establecimientos y de cuaresma en otros.. Así, con tales nombres es anunciado el potaje que tradicionalmente se saborea en estas fechas previas a la Semana Santa. Concretamente los viernes que la Iglesia Católica establece como fecha de ayuno y abstinencia. Y como en esa Iglesia está el origen de la tradición, pues son muchas las críticas al respecto ya que las orientaciones del momento van por otros derroteros desde donde sí parece bien que se establezcan normas alimenticias, como ocurre en el ambiente árabe durante el mes de celebración del Ramadán, donde la persona se dedica a la reflexión y al ayuno. Algo muy respetado por quienes en otros casos rechazan lo mismo, con mucha integridad cultural, eso sí, que es muy moderno lo de la amistad con el pueblo árabe.
El caso es que las pizarras callejeras de los restaurantes anunciando el potaje de vigilia, o de Cuaresma, ha llevado mi memoria a la infancia, en que, por razones familiares más que otra cosa, y porque mi madre lo había aprendido en casa de sus padres que, a su vez, les había sucedido lo mismo en la de los suyos, el plato obligado de los viernes cuaresmales era ese potaje con garbanzos, espinacas, bacalao y huevo duro desmigado, con su sofrito de cebolla y ajo, su punto de pimentón y rociado con perejil. Los de entonces estaban mejor que los de ahora porque los garbanzos se cocían en casa y no se consumían de frasco, como ahora ocurre. Por lo menos en mi casa y para este plato, concretamente. Las espinacas de entonces no eran congeladas; procedían de la verdulería y se cocían, después de una complicada limpieza, quedando reducidas a la mínima expresión con respecto al manojo original. Y el bacalao se consumía sin más limitaciones que el propio apetito porque era un producto barato. Como lo eran las almendras, ahora tan por las nubes. No sé en qué habrá variado el proceso de captura y preparación del bacalao, para que el precio actual lo haya hecho prácticamente inaccesible. El dependiente de la tienda de ultramarinos lo partía con una enorme cuchilla que apoyaba sobre la hoja de bacalao consiguiendo los trozos que el ama de casa cocinaría después con tomate, desmigado para el potaje o en soldaditos de Pavía. Al respecto existe el dato anecdótico para esta definición de esos trozos de bacalao frito tan populares en tantos establecimientos de restauración, pero sobre todo en la taberna Casa Labra, situada prácticamente en la Puerta del Sol y centro de reunión en su momento para actividades políticas clandestinas, al que hoy en día y a nivel popular, se considera el templo del bacalao en Madrid. En su origen, que se cree gaditano ya que no deja de ser pescado frito, rebozado y frito en aceite de oliva no demasiado caliente, se ponía sobre el trozo de bacalao una tira de pimiento rojo, aunque en muchos establecimientos ya no se añade el pimiento. Por tanto, una vez cocinado, presentaba el color amarillento de la fritura y el rojo del pimiento. Ello, porque siempre hay quien saca punta a cualquier situación, semejaba el color del uniforme –galones incluidos– de los soldados del Regimiento de Húsares que el gaditano general Pavía sacó a la calle y llevó al Congreso de los Diputados en enero de 1874, provocando el golpe de Estado que acabó con la I República en España. Por tanto, los trozos de bacalao frito se conocen, por lo menos en Madrid, como “soldaditos de Pavía”. Y están, porque se comen con la mano ante el mostrador del establecimiento, para chuparse los dedos.
Con materia prima tan elemental, como el bacalao (bien desalado, eso sí), los garbanzos y las espinacas, surgió un plato elemental también en la gastronomía, pero delicioso. Lo mismo en Madrid, que en cualquier otra zona de la geografía española donde el guiso se lleva a cabo con alguna que otra variante zonal, como, por ejemplo, el añadido de judías blancas. La comida “de cuchara” es raro que carezca de atractivo gastronómico.
En estas fechas previas a la Semana Santa, e igual que ocurre con otras fechas significativas, cada zona, cada región, cada provincia, aporta su dato de personalidad a la gastronomía lugareña. Así ocurre, que mientras que por el centro nos deleitamos con el potaje de cuaresma, en el Levante identifican gastronómicamente estas fechas con un sabroso arroz, también llamado de vigilia. Un arroz meloso, con bacalao y coliflor que es una verdadera delicia cuaresmal de agradable suavidad para el paladar.
Lo que sí resulta común es el pescado como segundo plato (en caso de que el potaje no se considere como plato único) y por supuesto, considerando las muy distintas variedades y forma de preparación que de él se dan en toda nuestra costa. Cuando yo era niño, lo que no había era postre, porque al decir materno había que ayunar.
La Cuaresma de hoy poco tiene que ver con la que vivimos de niños. Lo poco que se conserva está en quienes conocimos este periodo en la infancia y quedó incorporado a nuestra memoria cultural. Al margen de la espiritualidad con que cada uno viva la Cuaresma, en lo profano apenas si nos queda el potaje de vigilia y las torrijas que, por sí mismas, también serían merecedoras de un post, aunque, al menos este año, no lo llevaremos a cabo dada la inmediatez de las fechas de la Semana Santa. Además, descubiertas todas sus propiedades culinarias y gastronómicas, ya se ofrecen durante todo el año en muchas cafeterías/pastelerías, aunque a precios que aumentan la crisis económica.