El paréntesis entre lo de siempre y lo cotidiano llamado vacaciones, por mucho que a la mayoría llene de satisfacción, no es posible prolongarlo más allá de lo permitido, bien sea por las obligaciones que nos reclaman o por la disponibilidad económica que limita la continuidad deseada. Nos queda la esperanza en que el año próximo será mejor con el permiso de frau Merkel y de Rajoy I el Recortador, empeñado en recaudar, para rellenar las saboteadas arcas nacionales, en el esquilmado pozo del contribuyente a la vez que despreciando el rebosante de las Administraciones y defraudadores profesionales.
Las vacaciones, ya digo, han tocado a su fin. Las de este año ya forman parte del recuerdo y lo disfrutado, o padecido, en ellas ya es motivo para que, en su momento, nos vengan a la memoria. El deber de lo habitual nos estaba aguardando y no hay más remedio que enfrentarse a la nueva situación que, simplemente, es la de siempre, con los únicos aderezos que, por nuestra cuenta, seamos capaces de adosar a la monotonía de los once meses que separan unas vacaciones de otras.
Igual que nosotros con nuestras responsabilidades, también las vacaciones estudiantiles han quedado atrás, por lo que niños y adolescentes deben enfrentarse a las suyas que son las de asistir al colegio, tal y como han ido haciendo a lo largo de esta semana, cargando con voluminosas mochilas dignas del alpinista más aguerrido y que, este año, han visto incrementado su volumen y su peso con las tarteras de comida ante la imposibilidad de tantas familias para hacer frente a los gastos de comedor. Vamos prosperando.
Es, ésta, la del retorno al colegio, una etapa que por lo que tenía de novedad en nuestras vidas, o vaya usted a saber el porqué, permanece en nuestro recuerdo de forma casi intacta. Recordamos el centro educativo, recordamos a los profesores, sobre todo a aquellos de primaria que nos introdujeron en el mundo de la lectura y la escritura enseñándonos letra a letra, enderezando nuestro pulso y desarrollando nuestra capacidad de comprensión. Quizá, por ello, por lo que cualquier momento tenía de novedad en la interminable tarea del aprendizaje, es por lo que nos llenaba de emoción y nos viene a la memoria con facilidad el primer día de clase.
Suponía, lo primero, volver a encontrarse con toda la pandilla de compañeros y entre ellos de los amigos; recuperar el olfato al percibir de nuevo el olor de la goma de borrar y la madera de los lapiceros, así como someter nuestro oído al insoportable rechinar de la tiza en la pizarra. Por otra parte volver a enfrentarse con la cara de los profesores entre los que había algunos a los que preferíamos no tener que encontrar de nuevo para no convertir el aprendizaje en una pesadilla. Sin embargo, nos alegraba volver a responder a las preguntas de aquellos que acaparaban nuestras preferencias y que, casualmente, eran responsables de las asignaturas que mejor asimilábamos. Supongo que era cuestión, más que nada, de ellos y no nuestra, ya que los considerados como buenos profesores eran los que en sus clases obtenían mejores resultados escolares. Siempre estaba la excepción de los empollones a los que tanto les deba un carácter que otro, una forma amena de enseñar o una imposición. Hay gustos para todo.
Entre los preparativos para enfrentarnos al nuevo curso había algunos ritos imprescindibles. El primero, unos días antes de dar comienzo, equiparse de calzado apropiado. Algo tan sencillo como ir a la zapatería Segarra (una vez más señalo que me refiero a la vida en Madrid, que es la que conozco) donde, por aquellas fechas se formaban colas interminables para adquirir unos zapatos que, como los actuales electrodomésticos que tienen fecha de caducidad a los cuatro o cinco años sea cual sea el trato que se les dé, duraban todo un curso, tanto si jugabas con ellos al fútbol como si hacías el pino. Lo mismo daba que los cuidaras -aunque no creo que ninguno nos preocupáramos por esa nimiedad propia de adultos- que te pasaras el día entrenándote para una maratón. Duraban, exactamente, los nueve meses del curso incluyendo en su uso las clases de gimnasia puesto que no se había socializado el calzado deportivo más allá de las “playeras”. Pocos días antes de finalizar, se empezaba a separar la suela del resto del zapato, con cordones llenos de nudos, y la contestación paterna, ante el anuncio de rotura inminente, ya se sabía: “anda, ten cuidado, que para lo que queda de clase no se te van a comprar otros. Destrozón, que eres un destrozón”. Y llegábamos al final casi mostrando los dedos de los pies; incluso mostrándolos al modo como lo hacía Charlot en “La quimera del oro” donde se los acaba por comer.
Otro aspecto previo a comenzar el curso eran los libros. Se compraban e inmediatamente los forrábamos ilusionados, pero no con papel adhesivo que no existía; con papel que llamábamos de forrar, rojo, azul, blanco, y se vendía en las papelerías junto con los cuadernos, gomas de borrar, lapiceros y plumillas de corona, de pata de gallo o de redondilla con las que escribíamos una vez impregnadas de tinta. El papel secante nos lo regalaba el vendedor y nos marchábamos tan contentos con el obsequio.
Las cosas hoy, en este aspecto, no han cambiado demasiado aunque existen algunas diferencias. A saber: aquellos zapatos hoy son de marca y hay que añadir el calzado deportivo haciendo juego con el chándal. Si el colegio exige uniforme, como entonces, hay que cerrar los ojos y enfrentarse a su importe. Luego, tener suerte de que a lo largo del curso no le pase nada en forma de supermancha o rotura; incluso un desarrollo corporal por encima de cualquier previsión que haga imposible el uso de la vestimenta en la talla inicial del curso. Si no existe el uniforme, el problema es casi peor porque los niños, en la actualidad, no se conforman con un polo del mercadillo, sino que tiene que ser de marca y tener una colección de colores variados. Y no sirve hacer trampas porque, no sé cómo, detectan la autenticidad con una simple y disciplente mirada. Si el chaval/a es de condición más heavy, la ropa andrajosa también requiere variedad por lo que el costo se dispara igualmente para parecer que siempre llevan lo mismo y sólo quien la luce sabe que es diferente cada día.
En cuanto a los libros, hoy no se precisa forrarlos ya que están concebidos para ser destrozados haciendo fichas con ellos y garabatear en sus páginas. Sería una bobada tratar de conservar intacta la portada. Por otra parte, es igual ya que al año siguiente no le servirá a ningún hermano menor, además de por destrozado, porque no será válido según el nuevo plan que, a buen seguro, se impondrá con el nuevo curso o el nuevo ministro. Que siempre hay un nuevo plan y casi siempre un nuevo responsable.
Donde sí hay una diferencia grande entre los que fuimos al colegio hace medio siglo y ahora, es que tuvimos que aprender la Historia de España, además de su geografía y que si nos desmandábamos en nuestro comportamiento, el profesor tenía la osadía de regañarnos y hasta castigarnos para que aprendiéramos buenas maneras. Incluso mandaba una nota a nuestros padres (padre y madre, que es lo que entonces se llevaba en lugar de tres o cuatro de cada sexo) que debían devolver firmada dándose por enterados. La firmaban y no iban a pedirle explicaciones al profesor, ni a agredirle. Los tiempos cambian.
Hoy, esa Historia ya no es necesario aprenderla porque la Historia, como por arte de birlibirloque ya no es la que era, han desaparecido muchos de los aspectos y personajes que a lo largo de los años y los siglos hicieron posible nuestro país, y la geografía se ha transformado en multitud de fronteras que marcan líneas divisorias sobre el mapa de lo que entonces llamábamos España. No sé si dos y dos seguirán siendo cuatro porque, según las Comunidades Autónomas, que en enseñanza tienen asumidas las competencias, me temo que no.