Se celebra estos días una nueva edición del Salón Internacional de la Moda de Madrid que suena como a muy importante con ese calificativo de internacionalidad. Hace años, en el pluriempleo que siempre he ejercido, tuve ocasión de relacionarme con el mundo de la moda desde un gabinete de prensa, lo que no quiere decir que tenga la menor idea en lo que a moda se refiere. Sé, eso sí, que la moda es lo que pasa de moda. Alguien lo dijo, creo que Cocó Chanel. En aquel trabajo me relacionaba con los medios a través, de sus representantes, facilitándoles información e intentando que se hicieran eco de las actividades del sector. Eran tiempos de prosperidad, de bonanza económica, lo que hacía fácil conseguir el eco mediático para aquellos creadores de moda que me pagaban. Os preguntaréis la relación que pueda existir en lo que a memoria se refiere y la moda actual. Tiene que ver y más de lo que a primera vista pueda parecer; por eso me viene a la memoria.
En aquellos tiempos de nuestra infancia y hasta de nuestra adolescencia y juventud, yo creo que el sentido moda, tal y como lo entendemos la mayoría, no existía. O sí, pero estaba limitado a un determinado número de personas con el poder adquisitivo suficiente para comprar y lucir esa moda que a sus propietarias proporcionaba un aspecto distinto al resto de los mortales y del que ellas eran las primeras en vanagloriarse. Existían nombres convertidos, ya entonces, en auténticos ídolos para los potentados consumidores de moda; de moda textil que es la que nos ocupa, cuya referencia ha llegado hasta nuestros días: Chanel, Balenciaga, Givenchy, Balmain, Pertegaz, Rabanne… No habían llegado al mundillo del diseño Agatha Ruiz de la Prada, ni Adolfo Dominguez, ni Antonio Miró, ni Montesinos, ni Laguna, del Pozo, Victorio y Luchinno, y menos Mireya Ruiz, Lorenzo Caprile, Kina Fernández o Amaya Arzuaga, entre una extensa relación de creadores de moda dado que en la actualidad los niños vienen al mundo más que con un pan bajo el brazo, con un lápiz y un cuaderno en el que trazar sus bocetos. Aunque hoy existe y a gran nivel, la alta costura, que es como los profanos entendemos lo de la moda. Ésta tuvo su gran apoteosis en aquellos 40, 50 y 60 del siglo pasado. Cuando la señora marquesa o similar acudía a los salones de su modisto preferido (al parecer, aunque se trate de señores creadores de pelo en pecho, se les dice modistas; la razón la desconozco y además, allá ellos) y ante ella desfilaban las modelos (las maniquíes que también se decía), con las creaciones del “maestro”. Un desfile único para aquella señora que, desconocedora de su aspecto físico en muchas ocasiones, se decidía por uno o varios de aquellos vestidos exhibidos en cuerpos esbeltos, convencida de que en el suyo el resultado visual sería similar al logrado por su exhibidora. “Me lo quedo”, sin preguntar el precio.
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Aquellos modelos únicos casi han desaparecido y hasta se ha dado el caso de encontrarse en un acto dos mujeres con el mismo o similar diseño. El pret a porter se ha impuesto ante la exclusividad, aunque ésta existe. A precios desorbitados, pero existe y hay quien la adquiere aunque su economía no alcance para pagar la mensualidad a los empleados de su empresa. “Es que son cuentas distintas”, argumentará.
Pero no era exactamente este tipo de moda al que hoy me quería referir que ha existido, existe y probablemente existirá. El que pueda está en su derecho a invertir en ella y lucirla. Lo que en nuestra infancia conocimos estaba muy, pero que muy, lejos de la moda, ya que se trataba únicamente de tapar nuestras vergüenzas de la manera más honrosa posible. Una posibilidad que, en muchos casos, ni siquiera alcanzaba a adquirir la ropa confeccionada, cosa que tampoco abundaba en grandes producciones industriales. Se adquiría el corte de tela y se acudía con él a la costurera para que hiciera una falda, un traje de chaqueta, o un pantalón. Por aquél entonces, las pantaloneras estaban ya en pleno proceso de desaparición, para mantenerse sólo como personajes de zarzuela.
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La costurera es hoy nuestro personaje. Ellas crearon para nuestras abuelas y madres desde el traje de novia hasta el sencillo vestido para acudir a la compra diaria. O el más alegre para asistir a alguna boda o bautizo familiar. Su habilidad con las tijeras, la aguja y el dedal era sorprendente porque la clienta no se conformaba con cualquier cosa. Observaba las revistas impresas y se hacía su composición de lugar: “Me gusta este escote, pero los hombros los encuentro muy estrechos y la cintura muy incómoda tan alta y demasiado larga la falda, las solapas de la chaqueta pueden pasar…, tú has visto la que llevaba Evita Perón en el NO DO de la semana pasada… pues parecido, pero no tan llamativa”. La modista tomaba nota mental, nada de dibujos ni patrones, tomaba medidas y asimilaba todo aquello para convertirlo en un modelo único a precios muy distintos del especialista en haute couture. “Me lo ha hecho un modista muy bueno y no me ha salido muy caro, ya te daré las señas”, aunque éste era un detalle que se trataba de guardar en secreto. “Es que no cose para todo el mundo, sólo un poco para algunas íntimas y por entretenerse, porque como mataron a su marido en la guerra no tiene apenas entretenimiento…”
Normalmente cada abuela tenía su costurera de toda la vida a la que, por aquello de “toda la vida” acudía normalmente la hija, que era nuestra madre, y tanto el nombre como la dirección de la costurera en cuestión se mantenía en secreto, ya digo. “Es que no sé cómo se llama la calle; sé ir pero el nombre es que no…a ver si se lo pregunto y te lo digo, monina, para que vayas y veas cómo cose y como corta. Tiene unas manos divinas”. Palabrería que no hechos para no descubrir quién creaba aquellos modelos únicos con pretensiones Balenciaganistas que sorprendían a propios y extraños.
Eso en el mejor de los casos y puestos a desarrollar toda la imaginación y conocimientos con la aguja, porque en la mayoría no había que cortar ya que tan sólo se trataba de adaptaciones. “Es que este vestido está nuevo, apenas me lo he puesto. A ver si me puedes hacer un arreglito porque me da no sé qué deshacerme de él, que es muy cómodo”. El vestido había sido puesto en infinidad de ocasiones, además de haber conocido el tinte para cambiar su color y que pareciera otro. (“Tintes Iberia, lo mejor para teñir en casa”, rezaba la publicidad) La costurera daba la razón –“sí, no se le ve muy rozado”– y hacía su trabajo lo mejor que podía esquivando desgastes que hasta la hacían recurrir al zurcido. Aquel vestido seguía teniendo vida y también el abrigo del padre que había adosado a su cuerpo la curva de la felicidad, por lo que le resultaba inservible, aunque al hijo mayor se le aproximaba en medidas y… con un pequeño arreglo. La camisa, con darle la vuelta a los puños y al cuello… como nueva, y el pantalón de un hermano crecido, para el siguiente con un pequeño retoque.
La crisis que nos azota ha hecho renacer el gremio de las costureras. Porque costureras son quienes hacen estas tareas de arreglo tanto en su domicilio como tras el mostrador de un establecimiento dedicado a los “arreglos”, según consta en su fachada. Establecimientos que proliferan por todos los barrios. “Se hacen arreglos de ropa, bajos de pantalones, largos de faldas, estrechamientos, cremalleras, vuelta a puños y cuellos de camisa…” Hasta indican en su pequeña publicidad, colocada visiblemente en el parabrisas de los coches, el tiempo para realizar alguna de las tareas y el precio. “Bajos en 20 minutos por 8 euros”. Las actuales disponibilidades económicas en una gran mayoría de la población es a lo más que alcanzan.
Las más habilidosas, quienes de niñas recibieron alguna pequeña enseñanza (sin llegar siguiera a aquello de que la niña aprenda “corte y confección”) pero que saben lo que es el biés, el doble ancho o el remate, se atreven con estas pequeñas reparaciones sin necesidad de acudir a la costurera y han rescatado del olvido la máquina de coser, antaño imprescindible en todo hogar que se preciara. En ocasiones, ni siquiera la eléctrica, sino la Singer a pedal de la abuela que estaba en el trastero y que un poco de aceite de máquinas todavía funciona. Aquella máquina que antaño ocupaba un lugar destacado en el salón de la casa y que el televisor arrinconó ocupando su lugar. En domicilios más amplios había una habitación destinada a la costura y a la plancha. Las jóvenes, al decir de los sociólogos, también se van incorporando al quehacer costureril haciéndose sus pequeños arreglos y experimentando con la creación. Incluso para ellos, los jóvenes, ya no supone ningún inconveniente coserse (pegarse) un botón de la camisa. Eso sí, con la hebra de hilo muy larga para no tener que enhebrar varias veces.
Sin embargo, todo esto no es ninguna novedad. Prescindir de las costureras ha sido un lapso en el tiempo, convencidos de que la confección y la disponibilidad adquisitiva lo habían resuelto todo. Por eso fueron desapareciendo los talleres de costura y con ellos la maestra, la oficiala y la aprendiza, personajes tan socorridos en los sainetes y zarzuelas. Las costureras han existido desde el comienzo de los tiempos y la primera se llamó Eva que andaba por el Paraíso tal y como Dios la puso en el mundo. Cuando su Creador la castigó por desobedecer el mandato impuesto: -“Tú te habrás comido la manzana prohibida, pero te vas a enterar de cómo es diciembre y enero, con esa pinta que llevas”-, Eva no tuvo más remedio que inventar la forma de abrigarse además de taparse algo, y se las apañó para juntar unas cuantas hojas de parra con qué cubrirse. Las cosió con juncos, o vaya usted a saber de qué manera, y tuvo un éxito más que aceptable entre sus vecinas, que el Edén ya se iba poblando. “Te queda divino de la muerte, muy chic; me tienes que decir quién te cose”, le decían las vecinas, Wilma Picapiedra entre otras. “Pues me lo he hecho yo que soy muy apañada, y ya estoy pensando en hacerme otro porque tengo una boda de una amiga, pero con hojas de catalpa, que son más grandes y dan menos trabajo a la hora de coserlas. A ver si Adán me trae unas cuantas”. Así, supongo, es como empezó lo de ser costurera, una profesión que tuvo su momento de esplendor, que conoció la decadencia después, y que la crisis se ha encargado de reverdecer.