Estamos en pleno invierno, en la parte que el frió se propaga con mayor crudeza obligándonos a defendernos de él con todos los medios a nuestro alcance. La calefacción encendida día y noche para que la casa no pierda el calor; el interior del coche programado a una considerable temperatura que contrasta con el frío de la calle cuando descendemos de él sin apenas protección de abrigo, porque es incómodo conducir aprisionado por prendas gruesas. Vamos acalorados en el coche, bajamos por fin de él, más acalorados si cabe por no encontrar un lugar donde aparcar, y nos enfrentamos a las bajas temperaturas callejeras (los alcaldes, en lugar de asesores, podían gastarse el dinero en poner suelo radiante; sería de agradecer y les volveríamos a votar, pero son muy suyos y su sentido de la oportunidad lo entienden de otras maneras), temperaturas en torno a los cero grados que apenas notamos dada la temperatura de nuestro cuerpo. Eso si vamos a un lugar cercano al lugar de estacionamiento, que se está algo alejado apreciamos cómo la sensación de hielo atraviesa nuestra piel y se instala en nuestros huesos. Cuando entramos en nuestro punto de destino, de nuevo nos acogen las altas temperaturas que agradecemos mientras limpiamos el vaho que se forma en las gafas. Todo ello por no ir bien convenientemente preparados. Nos conformamos con una chaqueta ya que ‘para ir de puerta a puerta…’ Y pasa lo que pasa: unos catarros imponentes.
Antiguamente, sin apenas automóviles en los que se viaja en mangas de camisa mientras observas el termómetro que marca apenas un par de grados; ni calefacción casera que produce sudores por su elevada temperatura y porque piensas en la factura de gasoil o de electricidad, antiguamente digo, estaba todo más equilibrado, lo que viene a decir que hacía frío en todas partes. Dentro y fuera de las casas. Lo de dentro se amortiguaba con un brasero que únicamente calentaba en sus inmediaciones y lo de fuera con un jersey de lana gruesa que normalmente era confeccionado por la abuela. Todas las abuelas de entonces, con más o menos cualidades para el diseño, sabían hacer jerseys y en general todo lo que se puede hacer con un par de agujas de esas largas y un ovillo de lana.
Muchas de aquellas abuelas, además, vivían en casa de alguno de sus hijos, que desde la proximidad les era posible acceder al cuidado de sus mayores en sus achaques o casos de mayor gravedad. Los ancianos apenas conocían las hoy pomposas residencias para mayores que por aquel entonces y sin tratar de disimular su finalidad se conocían como asilos. Para entendernos.
¿Qué podía hacer la abuela en casa de sus hijos, sin apenas fuerzas para moverse ni tarea de responsabilidad? Pues jerseys, bufandas, calcetines… O colchas y mantelerías de ganchillo u otras labores con hilaturas, que todas las dominaban a diferencia de sus hijas que los nuevos tiempos y las universidades las convirtieron en médicas, secretarias, ingenieras o abogadas lo que les impidió el aprendizaje de los puntos, las sisas y las reducciones.
¿Quién de vosotros no ha tenido, de pequeño, un abuelo/a en casa? Recordamos muchas cosas de ellos: yo, por lo menos, recuerdo mucho de la relación con mis abuelos, sobre todo los maternos con quienes conviví más pues los paternos tenían su residencia en Zaragoza y a ellos únicamente alcanzaba alguna que otra visita. Recuerdo a mi abuelo y a mi abuela maternos, en una casa soleada donde íbamos a comer todos los domingos, como ahora me ocurre a mí desde mi posición de abuelo. A él le llegó su hora y quedó mi abuela que vino a vivir a mi casa. Recuerdo sus narraciones sobre los requetés que yo creo hacía para que apreciáramos su habilidad en los trabalenguas diciendo Zumalacárregui, o historias fantásticas; sus rosarios todas las tardes, sus guisos de larga duración en cocina de carbón y sus postres, su vestuario siempre negro, su ayuda a la hora de hacer los deberes y sus canciones que muchas veces recomendaba que no escucháramos yo ni mis hermanos, porque eran ‘picantes’ (en realidad cuplés de primeros de siglo apenas insinuantes y vistos desde hoy, hasta ridículos en su contenido). Recuerdo hasta momentos y situaciones. Pero hay algo que siempre recuerdo de ella: su afición a tejer. En general a todas aquellas labores que requiriesen aguja, hilo, tijeras y tela, pero con preferencia en las que hubiera que utilizar la lana y las agujas o el hilo y el ganchillo.
Creo, no obstante, que no era la única con afición tan desmedida. Por las conversaciones con los compañeros del colegio, todas las abuelas eran igual. Todos llevábamos los jerseys confeccionados por ellas. Con rayas, con ochos, lisos, con el cuello alto o de pico, de varios colores o de uno. Jerseys “made in abuela”. Jerseys de lana gruesa ‘para que no pases frío’. Y es cierto que con aquella protección y la sangre caliente de la juventud, el frío no hacía mella en nosotros. Son el mejor remedio contra las bajas temperaturas como las que estos días nos invaden. Es por lo que su uso acude hoy a mi memoria.
Recuerdo la imagen de mi abuela en su quehacer autoimpuesto de hacer punto. Al rato de levantarse, tras el desayuno, se instalaba ante una ventana, aproximaba su cesto de lanas y agujas y comenzaba su trabajo. Desde la mañana hasta el anochecer, sólo descansando para comer y sestear ligeramente sin levantarse de su sillón de mimbre, y lo mismo en verano que en invierno. Sin parar, ensimismada en añadir y reducir, protestando de vez en cuando sobre su torpeza manual si algún punto se salía de su lugar, y una vez recuperado nuevamente a entrelazar los dedos con las lanas y las agujas para lograr el nudo elegido. El jersey va avanzando y ya hay otro en mente para otro hermano, pero ¡sorpresa!, lo contempla, expone ante sus ojos lo ya realizado y para sí misma, aunque en voz alta, exclama ‘no me gusta’, y ni corta ni perezosa comienza la destrucción de lo realizado. Un pequeño cabo de lana se va convirtiendo, poco a poco, en una bola. ‘No me gustaba’. Sin tregua de ningún tipo, cuando la obra ha quedado deshecha la comienza de nuevo. La espalda, el delantero, las mangas. No pregunta cómo nos gusta la prenda que es para alguno de nosotros ni tampoco toma medidas. Tiene que ser como a ella le parezca bien. Y si, una vez terminada la obra, haces algún comentario que no le agrade, a modo de una Penélope vuelve a deshacer lo hecho. Y a volver a empezar. Porque es su entretenimiento, es la obligación que se ha impuesto. Y además le gusta lo de hacer punto. Y hacer colchas de ganchillo y mantelerías que nunca se utilizarán porque ‘es una pena que se estropeen’. A ella le da lo mismo. Su misión termina con la finalización de la tarea.
De vez en cuando detenía su quehacer, no de repente sino amainando la velocidad, para quedar ensimismada en sus pensamientos, supongo, o para dormir con los ojos abiertos, o soñar, o recordar. No sé. Nunca le preguntamos nadie acerca de aquellas ausencias. Eran pausas breves, después volvía a su jersey o a su bufanda, larguísima, o a remendar un pantalón víctima de algún enganche, o a zurcir un calcetín con un huevo de madera dentro de él para apoyar la aguja y mantener la tensión original del punto.
Ya no se zurce, se tiran los calcetines rotos; no se remienda, se tiran los pantalones rotos; ni tampoco se hace punto, se compran los jerseys confeccionados con la lana alterada con productos sintéticos. Las máquinas industriales de tejer han sustituido a las manos de las abuelas; hacen jerseys perfectos sin que las mangas sean más largas que los brazos, pero el tacto carece del amor que las abuelas ponían en los que trabajaban para nosotros por lo que el calor es menos. Por lo menos distinto. Y es que apenas quedan abuelas, porque aquellas nuestras, de tanto hacer jerseys y bufandas para sus nietos, no tuvieron tiempo para enseñar ese arte a sus hijas, con lo que estas poco pudieron transmitir a las suyas que, en una gran mayoría piensan que las agujas son para hacer brochetas gigantes de pollo o de rape.