No sé si en Madrid quedan muchos establecimientos que conserven el nombre de ”Café”. Seguramente se pueden contar con los dedos de una mano. En todos, o dejémoslo en casi todos y en el caso de que tengan una cierta antigüedad, la denominación ha sido cambiada por la de “Cafetería” más lo que podríamos llamar apellido: “Cafetería Madrid”, pongamos por caso. Incluso sin él. Cafetería a secas, así el rótulo resulta más económico. Y en provincias ocurre tres cuartos de lo mismo ya que en sus capitales (igual tengo que decir capitales de Autonomías para ser correcto, pero es que cuando yo estudiaba eran provincias y se me ha quedado) siempre uno o varios cafés populares por una u otra razón. Las compañías de teatro, en sus giras, siempre aterrizaban en el mismo. Por ejemplo, recuerdo el Mastia, de Cartagena, o el Dresco en Murcia atrezados con actrices y actores antes y después de cada función. O el “Dorín”, en Madrid, junto al teatro de la Comedia y frente al Español, o… son múltiples Ocurre, en ocasiones, que algún progre de pacotilla recurre a lo retro y rotula su nuevo establecimiento como “café” sin que éste tenga nada de café; ni antiguo ni moderno. Entre sus paredes disfrazadas de siglo XIX y su sillería de maderas vulgares tapizada con telas sintéticas de lo más rebuscadas, que sólo tratan de impresionar sin conseguirlo, se pretende crear un ambiente de lo que fue y que únicamente transmite falsedad. El café o es el que fue, con su lógica conservación, o no es un café; será otra cosa donde se tome café, o cerveza, o refrescos. Hoy no interesa a los propietarios un cliente que, con una consumición, pase toda una tarde en el establecimiento charlando con unos amigos. A quienes antiguamente tenían un café, ese detalle les parecía muy bien y consideraban que el local adquiría prestigio al albergar una gran cantidad de público que conformaban la clientela. Es posible, por otra parte, que los beneficios obtenidos por la sola consumición de un cliente fueran suficientes para mantener el negocio y adquirir café de categoría que hoy no se encuentra en ningún establecimiento. En ninguno, porque falta lo principal que, antes que el sabor, es el olor. ¿En qué cafetería de ahora al entrar huele a café? Recuerdo aquella “Calesera”, junto a Callao, en Madrid, donde no hacía falta ni entrar. El aroma alcanzaba la calle y te podías inundar de él sólo con pasar por la puerta. Y olió así de bien, a café, hasta que dejó de existir. Los madrileños saben de este local famoso por su buen café y no sé si también lo sabrían Emilio del Castillo y Luis Martínez Román, los autores del libro de “La Calesera”, la zarzuela del maestro Alonso, ya que precisamente se inicia en un café al que suelen acudir los actores y en él se encuentran los que pertenecen a la compañía de una actriz a la que llaman “la Calesera”.Antes de continuar escuchemos un fragmento de la popular zarzuela.
http://www.youtube.com/watch?v=cnLggHMlieY
Las actuales tertulias radiofónicas y televisivas tienen su origen en aquellas tertulias de café de finales del XIX y mitad del XX. En los cafés se organizaron actos anarquistas, en los cafés se habló de guerras habidas y por venir, se tramaron levantamientos militares, pero además de hacerlo sobre política también se habló de ciencia, de teatro, de música, de literatura, de pintura, de arte en general. Y de toros; hubo muchas tertulias taurinas que, por cierto, son las únicas que más o menos se mantienen en la actualidad y además en cafés. Conozco más de una en Madrid, alguna puntual durante la fallas de Valencia y por supuesto en Sevilla. La fuerza de las tertulias fue tanta que, respecto a las del Café de Levante, Valle-Inclán comentó: “el Café de Levante ha ejercido más influencia en la literatura y en el arte contemporáneo que dos o tres universidades y academias”. Ello hace suponer que en aquellas tertulias uno hablaba y los demás escuchaban, porque en las actuales que se programan por la radio o la tele, entender algo es empeño poco menos que imposible dado el barullo. Todos quieren justificar su sueldo y hablan sin parar impidiendo que otros lo hagan o interrumpiendo el uso de la palabra. Ninguna exposición llega a completarse y si se consigue es a base de enérgicas imposiciones por parte del moderador. Aunque lo peor no es ese alboroto, sino el gran desconocimiento del que los tertulianos suelen hacer gala. Las tertulias del Gijón eran una especie de cursillos universitarios impartidos gratuitamente. Pero, bueno, lo de las tertulias es otro tema; hoy hablamos de cafés, aunque en la mayoría de los casos aquellos cafés fueron albergue de tertulias. Cafés de los que casi siempre tan sólo nos queda su nombre que junto a algún aspecto de su historia nos ha sido transmitido.
Es el caso del citado “Levante”, del “Lyon” en cuyos bajos se reunían los tertulianos de “La ballena Alegre” -porque las tertulias tenían su nombre o cuando menos el de su promotor-, la del “Café del Príncipe” y su tertulia romántica “El Parnasillo”, la del comediógrafo Vital Aza en el Café de Fornos que, durante años fue todo un símbolo de la vida nocturna madrileña. Por su proximidad al teatro Apolo su clientela se abastecía en gran número por los espectadores del teatro, lo que llevó a su propietario a crear un menú económico de cena a partir de las 12 de la noche y hasta la madrugada con el fin de captar para sus mesas a quienes salían de los espectáculos. El slogan publicitario de 1904 rezaba, tomando como referencia otros cafés-restaurantes:
Ni el Suizo, ni el Levante,
ni el Inglés, ni El Colonial;
no hay Café como el de Fornos
p’a cenar de madrugá.
Infinidad de cafés y casi otras tantas tertulias inundaron Madrid durante los finales del XIX y bien avanzada la primera mitad del XX. La más importante, a tenor de lo que se deduce de los textos de por entonces fue la del Café Pombo, correspondiente a Ramón Gómez de la Serna. En ella, desde su creación, se prohibió hablar de la guerra, cosa de la que deberían tomar nota los que a diario nos adormecen con la memoria histórica. En el Café de El Gato Negro tenía su tertulia el premio Nobel Jacinto Benavente al igual que José Ortega y Gasset tenía la suya en La Granja del Henar o Marcelino Menéndez y Pelayo otra en el Café del Prado. Al Español acudían los hermanos Machado mientras que Antonio Díaz Cañabate lo hacía en el Lyon d’Or como él mismo narra en “Historia de una tertulia”. Tertulias en unos casos o atracciones en forma de música (cantantes, pianistas, violinistas…) en otros, la vida madrileña tenía unos de sus principales atractivos en los cafés, cada uno con su ambiente, con sus diferentes ofertas de confort y servicio. Hoy no sé de nadie que pase toda una tarde en una impersonal cafetería. Porque aquellos cafés tenían, ante todo, su propia personalidad. Bien en la decoración, en el mobiliario, en los productos manipulados en sus fogones y obradores, en la categoría de los contertulios… Cada uno ofrecía una imagen diferente. El Nacional, el Viena, que todavía existe como el Comercial, el de San Isidro, hoy convertido en galería comercial con mucho menos atractivo, al que por su proximidad a mi domicilio comencé a asistir a los pocos meses de nacer y lógicamente en los brazos maternos. Según me contaron posteriormente, algunas cupletistas de aquel café-cantante me sostuvieron en su regazo mientras realizaban su número, con objeto, supongo, de que no interrumpiera su actuación con algún lloro.
De todos aquellos cafés, uno de los que hoy se mantienen y además con todo su esplendor, es el Gijón, refugio de artistas de la interpretación y las letras, principalmente. Es tal la afluencia de actores que, prácticamente, se convierte en visita obligada tanto para madrileños como para visitantes. “Mira, el que trabaja en esa serie que ponen después de comer, no sé cómo se llama. Y en aquella mesa la chica que trabajaba en aquella película de drogatas; sí la que al final se va con… no me acuerdo, pero es ella, seguro”.
Las noches de mi juventud puede decirse que han transcurrido entre las mesas del Gijón, hasta la madrugada en que, con algún amigo de la farándula, pasábamos a comprar bollería recién hecha en un horno próximo. Todo después de haber escuchado la voz profunda de Fernando Fernán Gómez, o la campanuda de Camilo José Cela o la áspera de Francisco Rabal, exponiendo alguna idea, criticando o elogiando algún estreno teatral, comentando una aparición editorial… Y Pepe Sacristán, a punto de abandonar el torno, expectante, tratando de asimilar en aquellas palabras de los consagrados toda la sabiduría de quienes las impartían, tan necesaria para aplicarla en su incipiente carrera de actor. Por allí andaban Raúl del Pozo, Maruja Asquerino (que supongo seguirán asistiendo), Francisco Umbral (que tituló uno de sus primeros libros “La noche que llegué al café Gijón”, Adolfo Marsillach, Antonio Gala, Eugenio Suárez el fundador y propietario del desaparecido “El Caso” cuya firma veo de vez en cuando en alguna publicación periódica, el poeta de aspecto impecable Pepe García Nieto, Manolo Alcántara al que tuve de director en Radio Peninsular, el estrafalario César González-Ruano. Teniendo en cuenta que el Gijón abrió sus puertas en el Paseo de Recoletos en 1888, con anterioridad a ellos fueron clientes asiduos, entre otros, José Canalejas, Santiago Ramón y Cajal o Benito Pérez Galdós. Por mi parte, y no es que pretenda igualar mi nombre con los suyos, frecuenté mucho el Gijón acompañado casi siempre por los compañeros y además amigos tales como el periodista Javier Basilio o el escritor Mariano Tudela que, poco antes de fallecer, también fijó su atención en el centenario del Café Gijón para uno de sus libros. El ambiente social era, ante todo, bohemio y el físico, una especie de cementera dada la nube de humo que allí se respiraba originada por la combustión de cigarrillos. Porque eran otros tiempos en los que se podía fumar en los cafés. Y se tenía la suficiente confianza con los camareros para proponerles en voz baja: “ponme un café que mañana te pago”. Lo mismo con el cerillero: “me das, por favor un paquete de Bisonte, mañana te lo pago”. Y te lo daba. Había, incluso, quien le pedía veinte duros prestados y sin dudarlo ni mediar más palabras, los sacaba del mueble del tabaco para entregártelos sin que nadie se percibiera de ello. Ni te recordaba la deuda, aunque el pago se retrasara más de la cuenta, porque estaba seguro de que la cantidad sería restituida. Y casi siempre con creces cuando el actor, porque seguro que se trataba de un actor, conseguía un papel en el reparto de algún estreno teatral. En aquel mentidero, ya que mucho tenía de ello por la ociosidad de muchos, los actores principiantes tenían un punto de información para saber qué compañías se estaban formando. Después, todo era cuestión de llegar el primero para ofrecerse al director o al empresario teatral y… tener suerte en la adjudicación de un papel.
En cada mesa o en unas cuantas agrupadas, había una tertulia, con lo que a los asistentes no les resultaba difícil pasar de una a otra. Hace tiempo que no paro por el Gijón que, sin duda, sobre todo por la noche, seguirá igual porque el día que todo esto no ocurra en él desaparecerá para pasar al cementerio de los cafés muertos. O se convertirá en un local para el café de paso, sin olor ni sabor, incluso descafeinado, y las bebidas light, en una atmósfera sin contaminar, donde lo de “Café” sólo será el rótulo de la puerta. Será una pena.