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Cabecera Me Viene A La Memoria

El campo en la ciudad

Al comienzo de los 50 padecimos una especie de fiebre rural que nos invitó acercarnos a la agricultura y la ganadería españolas acudiendo en masa a la madrileña Feria del Campo.

En la década de los 50, superada la etapa del racionamiento, el pueblo español y sobre todo el madrileño se lanzó en tromba a visitar la recién creada Feria del Campo, quizá para comprobar si era cierto que en España se producía agricultura y ganadería suficiente como para alejar de las mentes el recuerdo de un tiempo felizmente pasado.

Hay aspectos del recuerdo fáciles de trasladar a la actualidad. Sus detalles se pueden contar a las nuevas generaciones y pueden entenderlo, aunque en muchas ocasiones no compartirlo. Otros momentos pretéritos son complicados de detallar a quien quiera escucharnos, debido a la diferencia abismal existente entre dos épocas. Aquello parecerá abstracto o cuando menos absurdo a los que hoy se dignen escucharnos y hasta nosotros mismos, que lo vivimos, empezaremos a dudar si algunas cosas existieron tomando el hoy como atalaya a un tiempo pasado.

Por ejemplo todo lo referente a la agricultura y la ganadería, que no vamos a entrar en disquisiciones sobre si era mejor la que se desarrollaba entonces o la actual. Lo que sí está claro es su gran diferencia. En nada se parecen los dos sistemas.

En la actualidad son muchos y muy variados los motivos que traen a los vecinos de las distintas provincias españolas a Madrid, pero que nadie argumente que es para resolver asuntos oficiales ya que se supone a cada Comunidad con capacidad transferida suficiente para resolverlos. Hace años se culpaba al centralismo ya que, según el lamento general, todas las gestiones debían hacerse en la capital de España. Hoy, al menos en teoría, esa situación está superada tras la creación de las Comunidades Autónomas que es un sistema muchísimo más caro que el anterior dado que multiplica los gastos por 17 y tampoco está muy claro que se haya resuelto nada con su creación, aparte de dar albergue generosamente remunerado a multitud de amigos y allegados, a la vez que posibilitar que el bolsillo de más de uno engorde considerablemente a costa de los contribuyentes autonomizados.

Hace años había razones más que justificadas para que los señores de provincias se trasladaran a Madrid donde resolver las gestiones administrativas no pasaba de ser una perfecta disculpa y, de paso, visitar a alguna amiga de toda la vida a la que renovar su amistad inquebrantable con algún presente del amigo lejano al que sus obligaciones matrimoniales y las pocas necesidades de gestión administrativa impedían más frecuentes visitas a la capital. Otra motivación, tan importante o más que rellenar los impresos para presentar en un ministerio, era asistir a presenciar alguna revista de Celia Gámez o alguna de sus compañeras de profesión presentes en la cartelera. Eso por la noche, que por la tarde -me refiero a los desplazamientos a Madrid en el mes de mayo- acudir a alguna corrida de toros de la Feria de San Isidro, y aún quedaba otra justificación para viajar a la capital en este mes que era visitar la Feria del Campo. Cuando tocaba, porque no se celebraba todos los años, a pesar de que su popularidad la habría permitido ser anual. Fue bianual y trianual, desconozco en base a qué razón que, sin duda, la habría. En principio tuvo carácter nacional para pasar a serlo de inmediato con vocación de internacionalidad. O sea, como si ya existiera la Europa comunitaria, pero en versión de andar por casa y sin frau Merke, ni Bruselas, ni controles de producción agraria, ni establecimiento de precios. Que, quizá por eso, nos iba menos mal.

La inauguración de esta popular Feria, se llevó a cabo el 27 de mayo de 1950. Se presentó con una representación de cada provincia española (que es como nos enseñaron en el colegio y como se llamaba entonces a las provincias de toda la vida, antes de llamarse Autonomías) en distintos pabellones erigidos conforme a las características arquitectónicas o típicas de cada zona, atendidos a su vez por personal ataviado conforme al uso de la vestimenta regional. Todo el conjunto no dejaba de ser una especie de España reducida, una especie de maqueta de España, que nos permitía el traslado de Valencia a La Coruña y de Lérida a Cádiz, desplazándonos apenas unos pasos. Ello nos permitía degustar sucesivamente una paella o una mariscada, un guiso de caracoles o un pescaíto frito, un marmitako a una hurta a la roteña acompañándose de los caldos de cada zona. Al mismo tiempo ampliar nuestra cultura con los datos que en estos stands se ofrecían sobre la agricultura o la ganadería autóctonas, además de la artesanía, con el añadido de poder contemplar distintos espectáculos basados en el folklore característico de según qué pabellón.

En definitiva, una excelente ocasión para pasar en familia un espléndido día de campo con un desembolso razonablemente asequible, teniendo en cuenta el carácter promocional de la Feria. Mucho más atractivo, incluso, visitando la provincia que celebraba “su día” en el que esa promoción era más generosa. Todo un conjunto de atractivos que supuso el gran éxito de la Feria del Campo, no sólo para los interesados en él desde un punto de vista profesional, sino para todos los asistentes. Madrid era, durante unos días, el centro de todo el campo español al que una especie de atavismo rural nos atraía.

El escenario que se eligió para su celebración fue la Casa de Campo como años antes, entre 1925 y 1930, cuando en el recinto todavía pertenecía a la Corona, se celebraron exposiciones y concursos de ganado. Porque la Casa de Campo, desde que fue adquirida por la monarquía reinante, en tiempos de Felipe II, siempre estuvo vinculada a la Corona tan aficionada, por lo general a la caza, que tan abundante se daba en su recinto. El rey Prudente, antes incluso de establecer la Corte en Madrid, y celoso de su intimidad, buscó la manera de aislar su futura residencia del resto de la ciudad, para lo que llevó a cabo numerosas compras y expropiaciones rústicas en las proximidades del Alcázar real. Y allá que se iba el hombre arrastrando su dolorosa gota, a los montes de El Pardo o a la Casa de Campo, a dar rienda suelta a su afición cinegética, aunque tenía que conformarse con conejos, algún ciervo o algún jabalí.

Nada de osos ni elefantes, pero le cogía mucho más a mano que Botswana, pongamos por caso. Con los Borbones continuó el uso cinegético, sobre todo con Fernando VI que la acondicionó para este exclusivo uso declarándola Bosque Real, porque le dio la real gana, que para eso era quien realmente mandaba. Como también mandaba años más tarde la reina María Cristina que, durante su regencia (se ve que empezaba a imponerse la cultura del ladrillo y ella era una buena aficionada a los negocios) a punto estuvo de cargarse el recinto de la Casa de Campo para crear allí un nuevo pueblo. Gracias a que el proyecto se fue al traste, Madrid dispone hoy de un pulmón arbóreo que duplica el Bois de Boulogne en París, es 5 veces más grande que el Central Park de Nueva York y supera en más de 6 veces las dimensiones del Hyde Park londinense.

En una parte de toda esta extensión es donde se instaló en la década los 50 la Feria del Campo y donde se mantuvo durante dos décadas. De ella se conservan algunas de las 125 instalaciones de construcción fija que la inauguraron, hoy convertidas en restaurantes que conforman el conocido como Paseo de la Gastronomía, para el que se han utilizado los pabellones feriales de una masía catalana y de las regiones de Pontevedra, Vizcaya, Asturias, Burgos, Valencia, Cáceres, Guipuzcoa, Toledo y Segovia. Otras dependencias de la desaparecida Feria del Campo dan hoy cabida a diversos trasteros municipales junto a la Institución Ferial Madrileña (IFEMA) y a diversas instalaciones como el Pabellón de Cristal, La Pipa o el Auditorio, de utilización varia, entre las que también cabe citarse el Madrid Arena, uno de los espacios que se concibieron para la frustrada candidatura olímpica para 2012, hoy presente en el lamentable suceso en el que perdieron la vida 5 jóvenes muchachas como consecuencia de la incomprensible desorganización en una fiesta multitudinaria allí celebrada.

Ningún recordatorio, entre tanto abandono y usos contrarios a los originales, en lo que hoy queda de la Feria del Campo que disfrutamos entre 1950 y 1975. Luego vendría lo de la Unión Europea, a la que se ha concedido el honor de controlar y dirigir nuestro campo, nuestra agricultura y nuestra ganadería, con lo que la Feria del Campo ha pasado a mejor vida, aunque en alguna que otra localidad todavía se desarrollan con carácter más que nada romántico por su tradición y con escasa transcendencia fuera de su marco de celebración. Lo más cercano que nos queda en cuanto a información son algunos programas de radio dedicados al campo, que se emiten a tempranas horas. Supongo que para que la audiencia no se entere demasiado de las abismales diferencias que hay entre lo que se abona por los productos a quienes los cultivan y por el ganado a quienes lo crían y el precio que por ellos pagamos los consumidores. De escándalo, pero así es nuestro campo y nuestra ganadería a lo que tanto nos aficionamos hace ya más de medio siglo, visitando la Feria del Campo.

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