Hubo una época en nuestro país, pongamos que hace cincuenta años, en que los fabricantes de tejidos y las tintorerías lo tenían fácil a la hora de aplicar los colores. Básicamente todo era negro. La sociedad española tampoco disfrutaba de otros colores en la vida de la mayoría de sus gentes. Era, la de entonces, una España en blanco y negro en todos los sentidos pero, sobre todo, en el vestir. El hombre de campo y de ciudad lucía el negro en su vestimenta. Uno de paño y otro de pana, pero negro, y otro tanto, incluso más exageradamente, ocurría con la mujer. Fuera de la edad que fuera. No es que fuera un color de moda, no es que se buscara una razón estética, no; es que todo el mundo vestía de luto. No de negro, sino de luto. Es como si todo el mundo fuera huérfano o viudo, o viuda.
El símbolo del luto se adoptaba en todos los casos. Por los familiares más allegados, por supuesto, pero también por un tío, un primo, el suegro, la suegra. Cuando menos un detalle como aquellos brazaletes o puntas de la solapa en negro. De ahí que se mirara con extrañeza a los primeros turistas que llegaron a España con tanto colorido en su indumentaria. “Pero dónde van, con esas fachas a sus años”, era el comentario más indulgente. Hoy en día, el luto y quienes lo llevan, es algo en fase de extinción. Personalmente creo que lo de hoy es más acertado ya que el luto no es precisamente una forma de vestir, ni de comunicar a los demás una situación, sino un estado interior de ánimo que, naturalmente, nada tiene que ver con el exhibicionismo. “Mirad si tengo pena que voy todo de negro. Y por lo menos dos años”. Pues no.
Ocurría además, en aquellos años, que quien estaba de luto debía prescindir de su asistencia a cualquier acto social. Nada de cines ni teatros, nada de entrar a un bar, nada de alternar con el sexo contrario y por supuesto nada de acudir a bailes ni fiestas. Ocurría aquí más exageradamente y hasta más tarde en el tiempo, pero no era privativo de España. Si hacéis memoria sobre la película ‘Lo que el viento se llevó’, recordaréis el escándalo que provoca Escarlata O’Hara aceptando la invitación de Rhett Butler a un baile a pesar de estar, ella, de luto, por el fallecimiento de su marido. El luto de las viudas era el más acusado en la sociedad de entonces, aunque alguien se lo tomara con algo más de humor como Franz Lehar en la opereta “La viuda alegre” que en 1934 hicieron en cine Maurice Chevalier y Jeanette MacDonald.
Las viudas, que con su luto iban anunciando su estado, eran respetadas, cuando menos en apariencia porque siempre existía el espabilado que veía en ellas una oportunidad de lance inspirada por el consuelo que se consideraba con derecho a proporcionar. Y ellas cumplían con el protocolo del duelo vistiendo años y años de negro para pasar posteriormente al alivio de luto, que consistía en añadir algún detalle blanco a la vestimenta o pasar a tonos grises. Las viudas, como las solteras, según la opinión pública estaban poco menos que destinadas a la vida conventual. Manolo Summers, con ironía y humor, criticó esta situación en su película “La niña de luto” en la que una pareja de novios no conseguía casarse porque siempre fallecía algún familiar lo que obligaba a la novia al luto permanente. Y de luto no estaba bien visto que hubiera boda.
También El Cordobés recurrió a la simbología del luto cuando, en sus comienzos, anunció a la familia que triunfaría, que compraría a su hermana y su madre una casa “o llevarás luto por mí”, frase que recogieron Dominique Lapierre y Larry Collins para desarrollar su novela biográfica sobre el torero.
Eran tiempos -tampoco es que en este sentido se haya evolucionado demasiado- en que se vivía pendiente del “qué dirán”. Sobre todo en los pueblos donde existía un servicio de vigilancia espontáneo para observar el comportamiento de viudas y viudos. “Mira a Fulana, hace un año que se quedó viuda y ya anda por ahí alternando, que ayer estaba en la panadería hablando como si tal cosa con la panadera”. “Pues no pierdas de vista a Mengano; hace dos años que murió su santa, que en gloria esté, y más de una vez le he visto entrar en casa de Zutanita que, a saber… y además iba silbando como si nada; si la difunta levantara la cabeza”. No se libraba nadie. Claro que tampoco había televisión para recrearse en la vida privada de los famosillos y aspirantes a serlo, por lo que no había más remedio que conformarse con lo que había más cerca: vecinos y familiares.
Si en una familia se producía una defunción, era obligatorio que hasta el gato fuera negro. En función de la proximidad del familiar, el luto podía durar unos meses o bastantes años. Como nadie contaba con el triste suceso, no se disponía de la vestimenta adecuada para manifestar el dolor, con lo que deprisa y corriendo se acudía a la droguería para comprar tinte y teñir lo más imprescindible como pudieran ser una falda, un pantalón o un jersey. Al día siguiente, en el entierro, se utilizaba el ropaje cambiado de color cuando, prácticamente no había desaparecido la humedad del tinte y la ropa interior al igual que la piel se desteñían. Vestidos de negro, la cosa cambiaba. “Se notaba lo mucho que lo ha sentido, iba todo él (o ella) de negro”. Porque el luto en la vestimenta tiene unas connotaciones especiales que la gente percibe sin necesidad de hacerla partícipe del luctuoso suceso. No es lo mismo vestir de luto que llevar un traje o un vestido negro. En el primer caso y hasta sin decir nada se es motivo de pésame mientras que en el segundo se elogiará la elegancia. Sin que exista diferencia en el aspecto.
La cosa del luto, también hay que reconocerlo, llegó heredada desde los tiempos más remotos. En el Imperio romano la toga de lana de color oscuro y sin ningún tipo de adorno -la toga pulla-, sólo se vestía en periodos de luto excepto en el caso de las familias patricias. Ahora, con lo de la Comunidad Europea igual han cambiado las cosas, pero hasta hace poco en las zonas rurales de Portugal, más aún que en España, las viudas vestían de negro durante toda su vida.
De todas formas, el luto no siempre se representa con el negro. Entre las reinas europeas medievales el color del luto era el blanco y en España la tradición sobrevivió hasta finales del siglo XVI. Incluso volvió a ponerlo en práctica la reina Fabiola de Bélgica en el funeral del que fue su esposo, el rey Balduino I.
En los actos funerarios de España, el luto en la vestimenta se aprecia cada vez menos y si acaso, algún pequeño detalle, que normalmente se limita a las gafas negras. Lo que sí se ha impuesto, a falta de vestir de negro, son los aplausos que supongo estarán dedicados al fallecido, pero no sé la razón de tanto aplauso que muchas veces parece que se trata de un acto festivo o el reconocimiento a lo bien que el finado hace su papel. Se acabará por hacer palmas flamencas para darle un tono más especial al dolor de los presentes.
La incorporación de la informática a nuestras vidas también ha desplazado aquellas cuartillas y sobres fileteados en negro, aquellas esquelas en que se realizaba la correspondencia. El género epistolar ha quedado absorbido por el e-mail, y los comunicados con el anuncio del fallecimiento por sms y el WatsApp del móvil: “taskdao urfano“ o lo que es igual: “Te has quedado huérfano”.
Concretando: que desde que se inventó la máquina para cortar jamón y el aplauso en los entierros, ni el jamón sabe a jamón ni el luto es luto. De todas formas, lo del negro para manifestar el dolor por la desaparición de un ser querido, aunque todavía cuenta con adeptos que con los días disminuyen, se aproxima bastante a la superstición. En el momento presente más que estar de luto, lo que estamos es negros con la que está cayendo.