En los noticiarios de sucesos de la televisión, pomposamente bautizados como telediarios pero que no dejan de ser sucesores de “El Caso”, siempre recordado por el impacto social que en su tiempo significó, escuchamos con cierta y lamentable frecuencia que una o varias personas han fallecido en su domicilio, víctimas de las emanaciones tóxicas emitidas por su brasero o por el incendio ocurrido tras quemarse los faldones de la mesa camilla que lo albergaba. Suele ocurrir entre personas de edad avanzada, limitadas en sus reflejos y necesitadas de recibir el tonificante calor que a sus envejecidos cuerpos les falta. La solución la buscan y encuentran en el brasero que es donde calentamos nuestra infancia y donde se calentaron nuestros padres, abuelos y generaciones precedentes. De esas noticias deducimos que el brasero se continúa utilizando. Porque el domicilio carece de otros medios más actualizados de calefacción o porque sus usuarios prefieren la tibieza de las brasas y las cenizas que el carbón vegetal proporciona. El brasero es calor y también es la intimidad de la habitación donde está instalado. Calor delantero, eso sí. La espalda requiere algún otro elemento que la mantenga caliente, como puede ser una manta de pelo suave, de las que llamamos amorosas. Porque, como el brasero, es amor lo que transmiten a sus dueños; que el calor siempre es amor.
Todavía faltan días para que empecemos a pensar en primavera por lo que tenemos que seguir valiéndonos de los medios que la tecnología ha puesto a nuestro alcance para combatir los rigores invernales que, por otra parte, tampoco son tan agresivos como los de nuestra infancia. Por el calentamiento climático o por lo que sea, pero hace menos frío que entonces. O lo sentimos menos ya que las circunstancias son distintas.
Recuerdo mi infancia y la manera que por entonces se empleaba para calentarse en la mayoría de los hogares: arrimarse al brasero. En todas las casas, o en la mayoría, el centro de la sala de estar estaba ocupado por una mesa camilla que, en su interior, bajo las faldas que la cubrían, albergaban el preciado utensilio calórico.
Era el lugar favorito para estar, sentado alrededor del círculo que formaba la mesa. Allí, con las piernas cubiertas por esos faldones, se hacían los deberes del colegio, allí se reunía la familia para charlar y comer, la madre limpiaba las impurezas de las lentejas mientras escuchaba la radio que lanzaba al aire las aventuras de Matilde, Perico y Periquín, y la abuela, con otras vecinas, que entre cabezada y cabezada del pequeño sueño provocado por el calor, criticaban a la juventud y rezaban el rosario al que nosotros, los pequeños, nos uníamos diciendo “ora pro nobis”. Incluso el gato sabía encontrar el lugar adecuado para acurrucarse, sentirse caliente y no quemarse. Lo hacía apenas a unos centímetros de las brasas donde aguantaba sin moverse un tiempo considerable. Entre las personas, ninguna soportábamos aquella proximidad al rojo calor.
La espalda se resentía del frío, pero una toquilla sobre ella, una chaqueta o un jersey solucionaban el problema. La familia, gracias al brasero y a la ausencia de televisor, permanecía unida. También las parejas de novios que, protegidos por las faldas de la camilla de miradas inoportunas, entrelazaban discretamente sus manos mientras se dejaban ganar por los padres de ella en una partida de parchís.
Pero la tecnología se introdujo en los hogares y poco a poco, la calefacción central se fue imponiendo para proporcionar calor en todo el perímetro de la casa. El paso del tiempo nos trajo hasta el momento actual en que el aire acondicionado se ocupa de las necesidades térmicas facilitando calor en invierno y fresco en verano. Alegrando también las cuentas de resultados económicos de las empresas eléctricas y de las farmacéuticas productoras de pastillas para aliviar las molestias de garganta que el aire acondicionado provoca en la mayoría de quienes se enfrentan a él.
El brasero ya es historia aunque, de manera puntual se mantenga en alguna casa. Sin embargo el anuncio de su desaparición ya lo proclamó Mesonero Romanos en la mitad del siglo XIX, lamentándose ante la implantación de estufas y chimeneas francesas, con tresillos ante ellas que, según él escritor madrileño no tenían el mismo encanto. Así se lamentaba en uno de sus relatos: “La estufa es un método de calefacción estúpido, y carece de todo género de poesía. Denme el brasero español, típico y primitivo; con su sencilla caja, o tarima; su blanca ceniza, y sus encendidas ascuas, su badil excitante, y su tapa protectora; denme su calor suave y silencioso, su centro convergente de sociedad, su acompañamiento circular de manos y pies”. Justificaba así su opinión: “La chimenea es semicircular y lunática; el brasero circular y eterno como todo círculo sin principio ni fin; la chimenea abrasa, no calienta; el brasero calienta sin abrasar”. Añadía, incluso: “El brasero se va, como se fueron las lechuguillas y los gregüescos; y se van las capas y las mantillas, como se fue la hidalguía de nuestros abuelos, la fe de nuestros padres, y se va nuestra propia creencia nacional”. Una opinión visionaria, sin duda.
Forma parte del pasado igual que el tapete de ganchillo cubriendo el tablero de la mesa, así como bajar a la carbonería (en mi calle había dos y ni en mi calle ni en ninguna existen ya carbonerías) a comprar picón y el “echar la firma”, es decir, escarbar en las cenizas para avivarlas lo que requería una técnica para no causar el efecto contrario. Igualmente, aquellas lámparas pendientes del techo, con una única bombilla, que se hacían ascender o descender a voluntad gracias a un sencillo sistema de contrapesas.
Sinceramente, me quedo con los sistemas actuales de calefacción aunque carezcan de romanticismo, pero si tuviera que quedarme con el brasero lo haría, sin duda, con el reflejado por Julio Romero de Torres en el, quizá, más famoso de sus cuadros, la “Chiquita piconera”. En el garaje de mi casa tengo arrinconado entre infinidad de trastos un brasero igual al que para estar en uso sólo es necesario sacarle brillo ya que su mecanismo nunca se estropea. No me deshago de él porque las crisis nunca se sabe qué derroteros pueden tomar.
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