Existen unos grandes almacenes que, año tras año, nos anuncian el comienzo de la primavera aunque llevándolo a su terreno que es donde, desde primeros de marzo, florece la citada estación climática. Desde las pantallas de televisión, desde las emisoras de radio y desde las páginas publicitarias de la prensa, los referidos almacenes nos anuncian que en ellos “¡Ya es primavera!”. Ahora, dadas las fechas por las que discurre el calendario, resulta que ya es primavera en todas partes; lo es desde hace pocos días. Es por ello que quien más y quien menos se ha apresurado a extraer del armario aquellas prendas más ligeras y más acordes con la temperatura que se supone habrá de imperar en pocas fechas ya que el comienzo de la nueva estación está teniendo características invernales. Es, cuando nos adentramos en el armario, el momento en que quedamos sorprendidos al comprobar que la ropa del año anterior ha encogido (porque nosotros no hemos engordado, eso está claro) que es lo que le ocurre a la ropa que se deja colgada de un año para otro. No escarmentamos: volveremos a hacer lo mismo cuando los calores terminen y el año próximo volveremos a apreciar una talla menos en la vestimenta reaparecida.
El caso es que, además de proporcionarnos nuevos elementos de vestir que nos permitan no tener que padecer los problemas de las estrecheces, todo lo demás invita al optimismo: la subida de la temperatura y la captación del sol verticalmente sobre nuestras cabezas. Con ello todo lo demás que el buen tiempo aporta a los cuerpos, sobre todo el ansia por salir a la calle, o al campo, olvidados los fríos, para pasear entre árboles florecidos que muestran su, todavía, débil follaje mientras que nuestra capacidad olfativa intuye renovados olores a césped recién brotado de un suelo hasta ahora adormecido. La primavera, a diferencia de otras estaciones, es como un empezar de nuevo, al revés del otoño, una invitación a la vida.
En ella se despiertan las ilusiones y se altera la sangre. Escriben sobre ella los poetas y los músicos le dedican lo mejor de su pensamiento artístico. Estallan los colores de la naturaleza y el sonido con que las aves emiten sus cantos se hacen audibles.
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Los calores veraniegos aún no se han hecho presentes y es posible la comodidad corporal ya que los fríos, ya desaparecidos, tampoco atenazan nuestros sentidos. Los campos se disponen a ofrecer su fruto mientras son invadidos, suavemente, por las aguas que el cielo deja caer o las montañas permiten que se deslicen por sus meandros como consecuencia del deshielo. Todo ocurre en primavera convirtiéndola, por ello y mil cosas más, en la estación perfecta. Incluso se miden por ella los años de juventud:: “tiene 17 primaveras”, nunca se dice tener 17 otoños o inviernos o veranos. Es la época en que los estudiantes empiezan a temblar ante la inminencia de un fin de curso a cuyas calificaciones han de enfrentarse. Y es cuando las mentes empiezan a concebir un periodo estival al que acompañan las vacaciones. Es ahora, en primavera, cuando aflora nuestro romanticismo y cuando reaparecen los recuerdos. También los insectos que es como si resucitaran y que obliga, entre otras cosas, a rellenar los armarios de naftalina, cuyo olor nos acompañará durante unos días cuando volvamos a utilizar la ropa de invierno.
El mío, en esta primaveral que estoy seguro de su existencia por los prunos ya florecidos que veo desde mi ventana en blanco y amoratado, se remonta a la infancia. Es cuando, en la mañana de los días festivos, sin temor ya a los fríos que obligaban a permanecer en casa, mis padres me llevaban (junto a mis hermanos) a pasear al aire libre de los parques madrileños. Sobre todo al Retiro, el extraordinario recinto ajardinado que el Conde-Duque de Olivares regaló a Felipe IV y donde, en el edificio construido para dar albergue teatral, Calderón y Lope estrenaron algunas de sus obras. También donde, en las mañanas dominicales del estío, la Banda Sinfónica Municipal ofrece sus conciertos al pueblo madrileño. En este parque he pasado muchos momentos de mi infancia, como tantos otros niños de los años 50, bajo la atenta mirada paterna. La materna quedaba en casa para arreglarla y preparar la comida, cosa que por aquel entonces era lo obligado, ya se sabe: “la mujer en casa y con la pata quebrada”.
Niños jugando al escondite, a pídola o a las canicas… O montar en las barcas del estanque emulando la actividad marinera e intentado acertar si babor y estribor corresponden a la izquierda o a la derecha. O montando en las bicicletas de alquiler, porque en aquellos tiempos no era habitual tener “bici” propia y había que valérselas con los alquileres si se pretendía emular a Louison Bobet. Las había, de distintas medidas, con 3 o con 2 ruedas y éstas, a su vez, con manillar de paseo o de carreras y costaba 5 pesetas la hora.
Como la mía, muchas otras familias tomaban la misma decisión de acudir al Retiro a disfrutar de la primavera y, como en mi caso, otros padres con el periódico (normalmente el ABC) bajo el brazo o echándole un vistazo alternado con la vigilancia mientras los hijos pedaleaban. Son imágenes de infancia que hoy, muchos años después, me vienen a la memoria en este comienzo de la primavera. Tras la actividad ciclista y el ponerse al día informativamente, la comida, sobre todo si era a finales de mes, en casa de los abuelos; como ahora. Así, casi todas las mañanas dominicales de primavera.