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Cabecera Me Viene A La Memoria

EL RASTRO

Cascorro no es un personaje como comunmente se tiene creído, que lleve ese apellido, sino un puesto de guerra en la provincia de Camagüey (Cuba) en el que estuvo destinado el soldado español Eloy Gonzalo durante la contienda mantenida con aquel país, en el afán del pueblo cubano por la independencia al fin conseguida. Eloy Gonzalo (1868) era inclusero y fue criado por la mujer de un guardia civil en Chapinería (Madrid) hasta los once años en que, de nuevo, fue abandonado cuando sus padres adoptivos dejaron de percibir la renta que mensualmente les pagaba la inclusa para su manutención. Ejerció varios oficios hasta su entrada en el ejército, en 1889. A punto de contraer matrimonio fue arrestado a causa de un altercado con un teniente al que su novia le adornaba la testa –que en eso la graduación no cuenta– y sentenciado a 12 años de cárcel. Aquí sí que puede decirse que “tras de cornudo, apaleado”. Menos mal que se publicó un Real Decreto que permitía a los presos alistarse para la guerra y que fue aprovechado por el infortunado soldado que, gracias a su decisión, le permitió salir de entre barrotes y a la guerra que se marchó dejando al teniente dándose de cabezazos con el consiguiente peligro para quienes estaban cerca de él. A la guerra de Cuba, claro, porque entonces había muchas guerras.


Fue destinado al puesto de Cascorro formado por tres fortines. En un ataque las cosas se pusieron mal y era necesario acabar con el enemigo antes de que él acabara con uno, por lo que el capitán que mandaba allí pidió voluntarios para una acción rápida consistente en destruir una casa que impedía el avance. Eloy Gonzalo no se lo piensa dos veces y se ofrece para la acción que ha de llevar a cabo con una lata de gasolina para producir el incendio que destruirá el impedimento. Pero como no las tiene todas consigo pide que le aten una cuerda a la cintura ya que está seguro de morir en el intento y con esa previsión su cuerpo podrá ser recuperado. Consigue su propósito y que el enemigo abandone la posición con lo que sus compañeros pueden avanzar. Cruz de plata al Mérito Militar para el madrileño y Laureada de San Fernando para el capitán que mandaba el grupo, al que no se le ocurrió coger personalmente la lata de gasolina para provocar el incendio, sino que esperó los resultados. Cosas del escalafón. Eloy Gonzalo, que ha quedado para la posteridad como Cascorro aunque más correcto sería el “Héroe de Cascorro”, continuó batallando hasta que en 1897 murió de disentería en el hospital de Matanzas. Un año después, tras la derrota final de España, su cuerpo fue repatriado junto al de otros militares y en 1902 el rey Alfonso XIII descubría la estatua erigida en su honor en el punto donde comienza el Rastro de Madrid, como presidiendo el mismo o como vigilándolo, representado uniformado con su lata de gasolina, su mauser colgado al hombro y una cuerda rodeándole la cintura. A eso vamos en el post de hoy: al Rastro más que a Cascorro; pero había que entrar en situación.


El Rastro, igual hoy que en mi infancia y años mozos por lo que no es difícil su recuerdo, es seguramente es el espacio más típico de Madrid. No sé de ningún madrileño que no lo haya visitado en algún momento. Y quienes llegan de fuera, bien de alguna de nuestras provincias o del extranjero, la visita al Rastro está incluida en su periplo madrileño. Para muchos, incluso, es visita obligada en la mañana de los domingos tanto si hace calor como si hay témpanos de hielo o diluvia. Si se da el primer caso, una cerveza bien fría, con aperitivo por supuesto, en cualquiera de las típicas tabernas de la zona le aliviarán del mismo, y si por el contrario quien ataca es el enemigo invierno, en las mismas podrá degustar algún caldo de cocido y un vaso de vino tinto que hará reactivar la circulación y devolver los colores a las mejillas. No hay, por tanto, excusa para no acudir al Rastro por razones meteorológicas. Para los madrileños, al menos, es una tradición que se mantiene desde hace más de 500 años y que de principio a fin les sumerge en un mundo diferente. O ¿es que es normal que alguien venda un tornillo o un muelle oxidado o un somier desvencijado y otro alguien lo adquiera? Pues en el Rastro es posible. Como lo es encontrar ropa de segunda, tercera y cuarta mano, y pájaros, perros, gatos, ratoneras, máquinas de coser desvencijadas, motores de lavadoras enmohecidos, jaulas con alambres oxidados, hierros retorcidos, persianas, gorros de soldado de uniformes descatalogados, cinturones militares, hebillas… cualquier cosa que a alguien se le pueda pasar por la cabeza allí está, es cuestión de paciencia. Y si el deseo es pictórico nada mejor que acudir el Rastro que seguro decora toda su casa con óleos del siglo que prefiera; si no lo encuentra hoy la próxima semana allí estará esperando el Tiziano que buscaba. Yo he visto adquirir a unos extranjeros una obra que el vendedor aseguraba ser un Tiépolo. Por sólo 30.000 pesetas. El autor, contemporáneo por supuesto, seguro que pudo comer durante unos días y pagar el alquiler de la buhardilla en que se alojara donde emular a los clásicos. Y el vendedor mantener su negocio de arte antiguo en uno de los locales de las Galerías Piquer.


Yo he sido uno de esos asiduos –ahora mis visitas son más esporádicas– al Rastro dominical y en él he adquirido muchos de los libros antiguamente prohibidos, o al menos de difícil localización en los puntos normales de venta. Recuerdo, entre otros muchos, haber encontrado el “Ulises” de Joyce (un verdadero tostón) o “La serpiente emplumada” de Lawrence, además de muchos títulos teatrales. Genaro, un vendedor de libros viejos, era el proveedor habitual, pero había otros. De este amigo, ya desaparecido, guardo una anécdota cfoodora. Un día me lo encontré por la calle y entré con él a tomar una cerveza en una tasca del barrio de Argüelles; estábamos charlando cuando pasó por la calle otro conocido, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo, con el que pocos días antes había estado en una exposición sobre Carlos V en Toledo, al que salí a saludar. Le invite a pasar al local a lo que accedió y les presenté. Genaro se mostró confuso y al poco rato explicó el motivo de su turbación: “Usted ya no se acordará, soy Genaro, estuve con usted en la cárcel y me enseñó a leer”. Reconocimiento, abrazos, ideales renovados, recuerdos, emotividad… Sigamos en el Rastro.


Aquello es el tótum revolútum. No es únicamente el lugar donde se encuentran objetos de segunda mano o simplemente viejos y fuera de la circulación; es mucho más. El accesorio más inverosímil que pase por nuestra imaginación seguro que allí lo encontramos. Y al encontrarlo debemos poner cara de jugador de póker para que el vendedor no adivine nuestro interés porque nos dará un buen susto en el precio. Interesarnos por el objeto pero sin darle demasiada importancia, incluso abandonarlo para que  quien lo vende nos convenza de lo interesante que resulta su compra. Y por nuestra parte, regatear, luchar por un precio cada vez más bajo hasta casi ser obligados a la adquisición de lo que voluntariamente deseamos adquirir. De esta manera los más jóvenes podrán intercambiar cromos sin perder en el trueque; los más mayores sus monedas y sellos en los espacios destinados a la numismática y la filatelia; los curiosos podrán aumentar sus colecciones de postales con textos amorosos cuyos anónimos remitentes y destinatarios hace tiempo que abandonaron este mundo; los habilidosos podrán reparar un viejo motor de nevera porque allí encontrarán la pieza averiada; los amigos del vinilo podrán escuchar las voces de quienes triunfaban hace 50 años en el mundo de la canción y los ratones de biblioteca descubrirán títulos que llevaban persiguiendo hace tiempo. Habrá quien se decida por un vestuario o un calzado que “todavía puede usarse” o por un mueble rococó que “es una antigüedad garantizada, se lo aseguro a ustez” y cuya madera todavía despide aromas de recién cortada, que “quedará muy bien en la entrada de casa que es donde la tenía una marquesa viuda a la que se la he comprado ”. O por una vajilla que “le faltan dos platos soperos y tres de postre, pero apenas ha sido usada… es que sus propietarios, unos condes franceses, se arruinaron y por eso tiene este precio que es prácticamente un regalo; auténtica porcelana de Sevres”. O una bicicleta oxidada para el niño, que “con un poco de lija y una manita de pintura queda como nueva”. El que no se contenta es porque no quiere. O la guitarra en que se nos asegura aprendió a tocar Andrés Segovia ¿por qué no? Allí va a parar todo de lo que uno se ha deshecho tras ser abandonado en la basura. ¿De qué modo? Eso es un misterio, pero allí está. Lo que usted no quiera para el Rastro es, lo decía Patxi Andión en una canción que tituló “Una, dos y tres”.


http://www.youtube.com/watch?v=1F5ex2jSws8  


En aquella anarquía se mueven cada domingo más de cien mil personas que curiosean por los casi dos mil puestos –entre tenderetes al aire libre y establecimientos cerrados– y acaban comprando tanto lo que buscaban como aquella cerradura que “puede servirles en algún momento”. Hasta tal punto ha llegado el interés que una Ordenanza municipal de hace 10 años declaró al Rastro Patrimonio Cultural del Pueblo de Madrid. Pero el Rastro no tiene su origen en nuestros días ni siquiera en los de nuestros antepasados recientes.


Su nacimiento se remonta a finales del siglo XV cuando en aquella zona estaban instalados los mataderos que suministraban carne a Madrid (el primero se inauguró en 1497) y en sus alrededores se establecieron los curtidores y tintoreros. De ahí la denominación de la calle principal: Ribera de Curtidores. Precisamente por el gran desnivel geográfico en que se encuentra la calle principal del Rastro, la sangre de las reses sacrificadas, todavía en las pieles extraídas, formaban en la pendiente un reguero, un rastro, que dio origen al nombre del mercadillo en que se instalaban los ropavejeros (vendedores de ropa vieja y usada, según el diccionario) desde un siglo antes. Durante su estancia en Valladolid, Cervantes vivió en la calle del Rastro de los Carneros, situada al lado de un matadero y denominada así por una razón similar. Más tarde, por el fácil acceso a la adquisición de las pieles de los mataderos, llegarían quienes trabajaban con curtidos: zapatos, correajes, monturas… así como otros oficios que utilizaban el sebo para su producción, como la fabricación de velas y cirios, y posteriormente los dedicados a la chamarilería, almoneda, antigüedades, muebles, alhajas, quincalla y algún que otro objeto desligado de su auténtico propietario por algún amigo de lo ajeno que en el Rastro encuentra quien, cerrando los ojos a su procedencia, lo adquiere. Y, por supuesto, libros, uno de los sectores de mayor aceptación. Quien no tiene nada para vender ofrece sus habilidades canoras o de cualquier otro estilo artístico –por ejemplo, interpretando a Mozart con copas de cristal– tratando de ser recompensado con un pequeño óbolo.


http://www.youtube.com/watch?v=Ub2SjayKxGQ  


El conocerse esta zona como de los “barrios bajos” de Madrid no se corresponde con la condición social de sus habitantes, ni de antes ni de ahora, sino por su situación con respecto a la Villa en su pronunciado descenso hacia el río Manzanares. Al Rastro se refirió don Ramón de la Cruz en su obra teatral “El Rastro por la mañana”, al igual que López Silva (coautor del libreto de “La Revoltosa”, madrileño del barrio de Lavapiés próximo al Rastro) o Carlos Arniches, que se sirvieron de la popularidad de este mercadillo para reflejarla en algunos de sus sainetes. Ambos autores tienen sendas calles dedicadas a ellos en la zona. Antes del género costumbrista, a la hora de escribir también se acordaron del Rastro Cervantes, Lope de Vega, Covarrubias, Quevedo, Mesonero Romanos, Fernández de los Ríos o Pío Baroja (llegado a Madrid cuando contaba 7 años) que, según el, se perdía por aquellas callejuelas cuando hacía novillos en el colegio.


Quizá los orígenes del Rastro no pasen de ser un dato anecdótico que a la mayoría, por tanto, les traiga al fresco. El Rastro es una auténtica realidad viva abierta a las visitas de cuantos quieran pasar una mañana de domingo diferente. Seguro que nadie regresará a su casa con las manos vacías aunque ¡atención! puede hacerlo sin cartera. “Cuidado con los rateros”.


En Madrid hay otros “rastros” que, igualmente, adquieren toda su fuerza en las mañanas de los fines de semana, pero carecen del sabor que tiene el original. Fuera de nuestra fronteras existen otros dos de similar categoría al madrileño, aunque de creación mucho más reciente ya que su antigüedad se inicia en los finales del XIX. Son el de Las Pulgas, en París, declarado en el 2001 como “Zona de Protección del Patrimonio Arquitectural Urbano” que impide cualquier transformación y obliga a respetar la identidad del sitio, y en Londres el mercadillo de Portobello, quizá el de mayor oferta anticuaria del mundo. En él me encontré un día con Miguel Bosé y ante lo prolongado de la conversación acabamos comiendo en un restaurante próximo con su madre –Lucía– con Juan Pardo y alguien más. Me lo recordó él mismo, en un alarde de memoria visual, cuando años después volvimos a coincidir en la peletería de Elena Benarroch mientras se probaba un abrigo de piel de lobo perteneciente a la colección de pieles para hombre que entonces presentó la diseñadora. Portobello es también el escenario escogido para situar como empleado de una librería a Hugh Grant en la película Notting Hill y enamorar a Julia Roberts.


http://www.youtube.com/watch?v=YMU588XuNQM


El Rastro madrileño también ha servido como escenario para muchas películas españolas y quienes lo conforman, no ateniéndose únicamente al clasicismo e incorporándose a las nuevas tecnologías tan en desacuerdo con lo que allí se oferta, también han confeccionado su página web que podéis visitar para conocer más a fondo todo lo que al Rastro se refiere.


http://www.elrastro.org/

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