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Cabecera Me Viene A La Memoria

¡AY, AY, AY, EL BOTIJERO YA LLEGÓ!

Estamos en plena canícula y por lo tanto el calor aprieta; se resienten nuestras gargantas que reclaman un alivio que calme la sed. Recurrimos al refresco, normalmente edulcorado, cuyo efecto es muy limitado en su duración. El helado apenas actúa más allá del tiempo que tarda en derretirse en la boca. La cerveza, tan estupenda en su frialdad, nos permite un par de cañas antes de sentirnos saciados y el agua procedente de su conservación en la nevera nos irrita la garganta hasta dejarnos afónicos. La socorrida botella de agua, tan puesta de moda últimamnte, surte su efecto mientras conserva su frescor, después es un vomitivo. Lo único, que resulta muy chic ir por la calle con la botella haciendo las veces de biberón. “La llevo porque dicen los médicos que hay que beber dos litros de agua al día”. Vale.


Bueno, pues lo realmente práctico es un pequeño utensilio de barro cocido, poroso, convertido en elemento típico de la cultura española, cuyo origen se remonta, posiblemente, a la época romana pues exitía el término romano latino “buttis” que significaba tonel y su diminutivo “butticula” que se tradujo como botija tal como se lee en Sebastián de Covarrubias, en 1611. A grandes rasgos diremos que el principio de su “funcionamiento” es que el agua se filtra por los poros de la arcilla y en contacto con el ambiente seco exterior, propio de la zona mediterránea, se evapora produciendo el enfriamiento. La clave, por lo tanto, está en la evaporacion del agua exudada ya que disipa la energía térmica del agua del botijo. No os preocupéis de averiguarlo y limitaros a disfrutar del agua fresca.


Cuántas cosas podríamos decir del botijo, o del “búcaro” si estamos en algunos sitios de Andalucía, o el “pimporro” allá por Aznalcollar, o el “pipo” en la vega granadina. Cada comarca española, especialmente en la zona mediterránea, tiene su propia denominación y su propia forma para el botijo, incluído tipo de cerámica, color, diseño… Pero al final, siempr es igual: un envase ventrudo con dos orificios, la boca, por el que se llena y el pitorro, por el que se bebe.


Lo de beber en, o del botijo, es una habilidad típicamente hispana y si acaso, hispanoamericana. Para un inglés, un sueco o un alemán, “beber a chorro” constituye un imposible. Aunque pase un verano entero practicando no conseguirá tragar al mismo tiempo que el agua va llegando a su garganta. El remojón lo tiene garantizado. Ni beber ni abanicarse con el juego de la muñeca; son dos cosas cuyo aprendizaje parece que requieren una partida de nacimiento española. Si es haciendo caer el agua por el belfo y que se deslice hasta la boca, la cosa es para nota. Y no digo nada, en plan chulo, si el botijo se coge por el asa haciéndolo descansar sobre el antebrazo y elevándolo al máximo atinar con la diana bucal. Hacer eso en una playa turística, tiene el aplauso garantizado.


Yo recuerdo, en la plaza de Oriente de Madrid, entre el Palacio y el teatro Real, a la señora Pepa. Tenía un puesto de helados pero nuestra economía infantil sólo alcanzaba para un polo de vez en cuando y la sed, sin embargo, se presentaba todos los días jugando al rescate, al escondite o a pídola. Allí estaba ella, con su botijo de agua fresca, del que nos dejaba beber. A los mayores les cobraba la voluntad, que nunca sobrepasaba los diez céntimos. Ella, la señora Pepa, con su kiosco, era una empresaria. Otros y otras, menos predispuestos a la inversión, recorrían la plaza -hoy a estos espacios se les llama parque- anunciando “agua fresca”. Los había abusones y hábiles con el pulso, que aguantaban varios minutos bajo el chorro con el consiguiente malestar del aguador. Ellas, las aguadoras, realizaban su refrescante oferta con el botijo apoyado en la cadera -como la florista que vendía los nardos por la calle de Alcalá-, con su mandil blanco almidonado y voceando la mercancía: “agua, agüita fresca, agua del Santo”, que no sé a qué santo se referían porque no iban a llegarse hasta la ermita de san Isidro cada vez que el botijo se vaciara. Lo llenarían, supongo, en la primera fuente pública que encontraran.


Estaban, además, los otros botijeros, los que vendían los botijos, aparte de las cacharrerías. Recorrían Madrid con un burro cargado con un gran esportón lleno de botijos rojos, blancos, amarillos, de múltiples diseños, grandes, medianos, pequeños. El anuncio era directo de su garganta al oído de los vecinos, al paso cansino de la caballería: “Botihoooooooos finoooooos”. Los que llegaban a Madrid eran procedentes de la provincia de Toledo, donde la tradición cerámica, afortunadamente,   todavía se conserva.


El botijero era una figura tan popular que, incluso, el cine se hizo eco de ella. En “El sueño de Andalucía” Luis Mariano encarnaba este personaje y como es lógico cantaba: “¡Ay, ay, ay, el botijero ya está aquí…” y con la canción intentaba atraer al sexo femenino en el que se encontraba Carmen Sevilla: “Abrid niñas los balcones, que ya llegó el botijero…”. Por otra parte, pregonaba su mercancía: “el agua fresca de mi botijo…”. Todo con su potente y afinada voz de tenor que tuvo mucho más éxito en Francia que en su España natal. En la película, el botijero con aspiraciones taurinas enamoraba al personaje que encarnaba Carmen Sevilla, cuyas pretensiones eran llegar a ser bailarina. Al final todo acababa bien, eran felices y comían perdices. Como deben ser los finales.


En casa, en las casas, también había un botijo cuyo lugar era el alféizar de una ventana en la que diera la sombra. Al estrenarlo, se le añadían al agua una gotas de anís para “matar” el sabor del barro. Era cuando más apetecía echar un trago.


Hace pocas fechas, el gremio de artesanos de Lorca, en la provincia de Murcia, ha hecho un manifiesto reivindicando el uso del botijo. Personalmente me apunto a la reivindicación y en cuanto localice un punto de venta me hago con uno.

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