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LA SALUD DE LA ZARZUELA

En todas las grandes ciudades, en las medianas y en los pueblos de un considerable tamaño en cuanto a población, los calores veraniegos llevan aparejados un componente que nunca falta en la programación teatral de la temporada estival. Se trata de la zarzuela. No está de moda porque está considerada por la progresía al uso como algo decadente. Pero ahí sigue, tan afectada de enfermedad intelectual como siempre, pero resistiéndose a desaparecer e incluso superándose a sí misma con respecto a la temporada anterior por la sencilla razón de que posee una fuerza que es la calidad de su naturaleza artística.


Incluso tiene ahora más fortaleza que hace cuarenta o cincuenta años, cuando nuestras familias nos iniciaron en ella. Entonces era muy pocos los montajes que pudieran obtener un cierto reconocimiento dada la penuria de decorados, vestuario, orquestas, coros y la mayoría de intérpretes. Entonces comenzó su decadencia en los escenarios comerciales aunque ni entonces ni nunca en la apreciación del público.


Además de Sagi Vela, Esteban Astarloa, Pilar Lorengar (a la que tuve el honor de enrevistar en Salzburgo y donde surgió una amistad), María de los Ángeles Morales, María Francisca Caballer, Francisco Kraus (hermano de Alfredo), Ana María Olaria (hermana de Tito Mora), Manuel Ausensi o Hipólito Lázaro y Marcos Redondo a los que muchos de nosotros hemos alcanzado a escucharles en sus respectivas despedidas, y sólo por mencionar a algunos de los muchos intérpretes de entonces, recuerdo la experiencia zarzuelística a la que asistí durante un veraneo de pueblo: un tinglado de la antigua farsa conformado  por media docena de cómicos de la legua que se instalaron en un altillo en la plaza donde cada espectador debía llevar su silla. Un día hicieron “Genoveva de Brabante” –un drama de padre y muy señor mío- y al siguiente “El dúo de la africana” donde la orquesta se componía de un acordeón, una trompeta y una batería y los actores del día antes hacían todos los papeles de la zarzuela y por supuesto la cantaban. Al final pasaban el plato y con lo que recaudaban iban viviendo. Vivían también de los aplausos y el público, en eso, era generoso. Mi admiración y respecto para ellos y para los muchos que como ellos han repartido alegría por todos los pueblos. Ya no quedan románticos de la escena.


A lo que íbamos. Como consecuencia del elevado costo necesario para realizar un montaje decente, la aparición de otros estilos musicales y la implantación del cine, la zarzuela fue decayendo como espectáculo. Pero la música se ha mantenido. Tanto por tansmisión oral como discográfica. Los fragmentos del repertorio zarzuelero están en la mente de cualquiera y es lo más socorrido cuando alguien pretende emular a Plácido Domingo o Montserrat Caballé.
 
Ellos, además de otros nombre ilustres de la lírica, son los primeros en defender un género tan nuestro y propagarlo por el mundo. Pero es que ellos, naturalmente, tienen cultura musical y saben donde se conjuntan la melodía con la armonía y la inspiración. Los detractores de la zarzuela no solo carecen de esos conocimientos sino de sensibilidad para el arte. Me refiero a los de “porque sí”, que, por otra parte, cada uno es muy dueño de tener unos gustos u otros. La zarzuela, nuestra zarzuela, y en esta expresión incluyo a Hispanoamérica donde su aceptación es grande e incluso compositores como Lecuona han compuesto para este género, no es un invento del XIX, sino que se remonta al siglo XVII, durante el reinado de Felipe IV -gran aficionado a los espectáculos musicales- y nada menos que Calderón de la Barca fue el libretista de los primeros títulos: “El jardín de Falerina”, “Perseo”, o “El laurel de Apolo” son algunos de ellos. La zarzuela ya estaba inventada pero quedaba en exclusiva para los actos cortesanos que se celebraban en el pabellón de caza del Palacio de la Zarzuela, que así se llamaba por la cantidad de zarzas que crecían en su entorno.


Fue en el XIX, en efecto, cuando la zarzuela llega al pueblo, sobre todo cuando se crea el género chico que no lo es por menor calidad sino por su más corta duración. El nuevo impulso, tras, por ejemplo aquella “Marina” tan cercana a la ópera estrenada en 1854, se lo dio el ambiente de tipismo regional que los autores y compositores imprimieron ensus obras. No obstante, el tipismo madrileño fue el que más se impuso y son infinitos los títulos en que Madrid y los madrileños protagonizan la obra. “La verbena de la Paloma”, “La revoltosa”, “El santo de la Isidra”, “Agua, azucarillos y aguardiente”, “La fiesta de San Antón”, El pobre Valbuena” y un largo etcétera.


 


Conocedor de las aficiones del público, el director José Tamayo, siempre dedicado al teatro dramático, no dudó en montar la “Antología de la Zarzuela” de la que hizo varias y sucesivas versiones, además de crear el modelo para otros empresarios. Las respectivas “Antologías”, tanto en escena como en discos, siempre han tenido una aceptación rotunda porque en ellas se escogen determinados fragmentos musicales que todo el mundo conoce y en los que se busca, precisamente, la efectividad de los mismos. Una efectividad, en lo que a interpretación se refiere, que cada vez llega más al espectador dada la alta preparación que actualmente poseen los cantantes. Hace años, aunque indudablemente existía la didáctica al respecto, la mayoría eran autodidactas. Fue Lola Rodríguez Aragón -a la que tuve ocasión de tratar-   quien inpulso la enseñanza vocal. Hoy, al margen de la calidad artística, la técnica es ampliamente conocida y no hay registro agudo o profundo que se resista con lo que el apluso en el final de cada número está poco menos que garantizado.


 


Pero la música, las arias, las romanzas, las partes corales, todo lo que en sí conforma cada zarzuela es un estilo propio de nuestra cultura musical y no debemos olvidarlo. Estos días de verano, en que tanto abundan las representaciones de zarzuela, incorporemos a nuestro ocio el asistir a una de ellas. Se trata de nuestra música.


 

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