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Cabecera Me Viene A La Memoria

SEMANA SANTA RETRO

Para las nuevas generaciones situarse en la Semana Santa equivale, casi siempre, a organizar unos días de vacaciones, preludio de las que se producirán poco más de un trimestre más tarde. Es como una especie de entrenamiento. El sentido religioso también está presente, no vamos a negarlo, pero, seamos sinceros, trasladado a un segundo lugar. Me refiero, en todo caso, a una mayoría de criterios, nunca a una totalidad. La oferta turística satisface sus expectativas, sobre todo cuando la Semana Santa ocurre en fechas altas y el tiempo acompaña, porque el destino de los nuevos penitentes suele producirse en las playas. Ya digo, es un anticipo de las vacaciones estivales.

Aquí quiero hacer una parada para explicar algo que siempre plantea la pregunta: ¿cuándo cae este año la Semana Santa? Y es que existe una norma para establecerla, aunque lo mejor es mirar el calendario a primeros de año y comprobar las fechas. Que haga otro los cálculos que, por otra parte no son nada complicados. El Domingo de Pascua tiene que coincidir con el inmediatamente posterior a la primera luna llena de primavera en el hemisferio norte, siempre que éste no caiga en domingo, en cuyo caso la Pascua habrá de retrasarse una semana más para no coincidir con la judía. Es cierto que el calendario religioso o gregoriano difiere del astronómico, pero la diferencia es muy ligera por lo que no vamos a ponernos a establecer fórmulas. Nos conformamos con lo dicho que es como lo estableció en el año 525 Dionisio el Exiguo, un monje astrónomo, originario de Rumanía, abad del monasterio de los ‘monjes escitas’ en Roma, a quien el Papa Hormisdas (514 a 523) encargó establecer como primer año de la era cristiana el del nacimiento de Jesús y acabar con las múltiples confusiones en cuanto a la celebración de su Muerte y Resurrección. No vamos a entrar en disquisiciones sobre si empleó el número cero para determinar la Anno Domini Era, porque es muy largo y complicado.

No os quejaréis de esta aportación, pero retomemos lo iniciado, o mejor retrocedamos cincuenta y tantos años para justificar lo de ‘me viene a la memoria’.

Por aquél entonces, la Semana Santa era, ante todo, silencio. En las casas y en las calles. La radio únicamente emitía música clásica y saetas y yo, aquí tengo que personalizar, disfrutaba con estas fechas precisamente por la programación musical. Era un concierto detrás de otro. Los cines programaban películas de carácter religioso, todos los años las mismas, entre las que destacaba ‘El Judas’ que, por estar protagonizada por Antonio Vilar, un galán de la época de gran atractivo para las féminas, disfrutaba de una gran acogida.
Por las tardes las procesiones, que empezaban el Domingo de Ramos con la de la Borriquita y se continuaban durante toda la semana, incrementadas notablemente el Jueves y el Viernes santos con las surgidas de las distintas cofradías. Y recorrer las siete estaciones el Jueves por la tarde, después de los Oficios y después unas torrijas, de leche o de vino; a elegir. Y aquí otra aportación, esta vez culinaria, acerca de las torrijas. Se cuece leche con una corteza de limón y una rama de canela y se deja hasta que esté tibia. Se introducen unas rebanadas, como de dos dedos, de pan del día anterior o del especial para torrijas y se dejan que se empapen bien. Se bañan en huevo batido y se fríen por los dos lados en abundante aceite, no excesivamente caliente, hasta que estén doradas; aproximadamente dos minutos. Se rocían con melaza (agua cocida con abundante azúcar hasta que espese) y se espolvorean con canela molida. Una vez frías se sirven y se acompañan con una copa de vino dulce. Un par de ellas cada día, como postre o merienda, hasta terminar la Semana Santa y siempre que no se sea diabético.

El Domingo de Resurrección, aunque más tarde pasó a producirse el Sábado de Gloria, los cines volvían a su programación habitual y los teatros renovaban su cartelera con los estrenos que se consideraban más interesantes de la temporada. De nuevo volvía el bullicio a las calles, a los bares y a las casas. Habían transcurrido siete días y a nadie se le había ocurrido haberlos pasado en una playa ni esquiando. Y no nos pasó nada por no enfrentarnos al sol ni a la nieve. Hoy sí se disfruta de esos dones de la naturaleza, pero también se padecen los atascos en la carretera para llegar hasta ellos y regresar al punto de origen. ¿Con qué nos quedamos? Espero vuestro comentario.

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