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Cabecera Me Viene A La Memoria

VACACIONES RURALES

En los último años y cada vez más se ha puesto de moda el veraneo en casas rurales. Se mantienen las preferencias del veraneante en la playas, en la montaña y aumenta el interés por conocer lugares más allá de nuestras fronteras; si es en un país exótico, mejor que mejor. No obstante –vuelvo al principio- se incrementa la tendencia hacia el medio rural y las casas que en él se han adaptado para recibir el turismo de verano y casi siempre el de las demás estaciones.


-”Hemos pasado el fin de semana en una casa rural. Estupendo, oye, pero hay que reservar con mucho tiempo de antelación. Si podéis no perder la ocasión, es como si te fundieras con la naturaleza”-.


Todo el mundo que ha experimentado este estilo de turismo rural habla maravillas de él. Para nada voy a poner en entredicho nada que suponga un acercamiento a la naturaleza, pero opino que es una naturaleza light, descafeinada. No por ella, la pobre, que no ha hecho nada para degradarse, sino por parte de los que la han tratado de acicalar y presentarla llena de oropeles, cuando ella es tan sencilla. Y limpia, como los chorros del oro.


-”Pues nos daban un desayuno con pan cocido allí mismo que no veas, tú. De muerte. Y el chorizo de matanza propia, no veas cómo estaba; con su vinito de la tierra…de lo más guay”-.


Todo esto que ahora descubren las nuevas generaciones me trae a la memoria las vacaciones de mi infancia y preadolescencia.


Verano del 52 (diez más que la película) y sucesivos. Un pueblo en la Alcarria. Fin de curso y al día siguiente para allá, hasta el día antes de comenzar el curso siguiente. Viaje en coche de línea, que así se denominaba a una plataforma con ruedas que se desplazaba, renqueante, por una carretera de firme tortuoso. No sé por qué se les llamaba coche ni carretera. Cinco horas para recorrer 80 kms por culpa de las interminables paradas para dejar y recoger viajeros, además de los descansos para la refrigeración del motor. ¡Qué sé yo! Pero todo se olvidaba cuando al coronar un repecho, con gran esfuerzo por parte del vehículo y gran alegría por parte del conductor que no esperaba que la proeza se cumpliera, veías aparecer en la distancia la torre de la iglesia del pueblo. Ya era cuestión de unos minutos y además cuesta abajo. Allí, la mente empezaba a elucubrar acerca de nuevas sensaciones, nuevas experiencias, que no serían sino continuación, o repetición, de las del año anterior. También, a pesar de la poca edad, recordabas a aquella niña rubia del año pasado que, ahora, como yo, ya habrá crecido. (“Que no, que no es mi novia, que la miro porque me parece guapa”)


¡Ah!, en aquel pueblo no todo era dispersión. El maestro tenía organizados unos cursos de verano donde todos los niveles se unían -qué remedio, si era el único docente- y por una módica cantidad que percibía de los padres tenía entretenidos a los chicos/as toda la mañana y de paso se hacía un repaso de las materias de aprendizaje. Al terminar, ayudar a preparar la comida para los cerdos, echar pienso a las gallinas y poner paja al burro.


Así transcurrían las mañanas, pero por las tardes… ¡Ah, las tardes! El escondite en la alameda, trepar a los pinos en el pinar, comer melones en el melonar y uvas en el viñedo, coger higos de las higueras, perseguir a las chicas iniciándonos en los conocimientos anatómicos y en general, todos los juegos de la infancia. Siempre había, por cierto, algún perro ansioso por participar en las experiencias de la infancia, que se unía a la expedición y que nadie sabía a quién pertenecía. Pero había algo que justificaba todas aquellas horas de viaje, la asistencia a clase en vacaciones, tener que ir por agua a la fuente y cargar con el cántaro, y las rodillas llenas de heridas cuando la mercromina no existía y la cicatrización se hacía a base de alcohol, de agua oxigenada, de polvos de azol y de yodo. La razón por la que soportar tanto sufrimiento se compensaba con la trilla. Los lugareños, encantados de la aparición de mano de obra llegada de la capital, no tardaban nada a nuestra más mínima insinuación –”¿Me dejas trillar?”- para depositar en nuestras manos las riendas de las caballerías y cedernos su sitio en el trillo. Nos sentíamos como emperadores romanos conduciendo una cuadriga. Vueltas y vueltas a la parva de trigo hasta que toda la mies quedaba triturada en la era. El ocasional capataz tenía la deferencia de prestarnos su sombrero de paja mientras se echaba una cabezada compartiendo sombra con el botijo. Al terminar la tarea, incluso te dejaba llevar a las caballerías a darles agua en la fuente. Montados en una de ellas, naturalmente. Tratabas de incitarla al trote, por lo menos, pero la pobre mulaque no había nacido para la equitación, estaba demasiado cansada de dar vueltas y no respondía al reclamo de los talones. Había que someterse a su paso cansino.


Los domingos eran especiales porque había baile. Para los mayores, por supuesto, en una nave a la que pomposamente se denominaba salón. Los pequeños nos quedábamos en la puerta, mirando las evoluciones de las parejas al compás del pasodoble “Mi jaca” al que Estrellita Castro ponía voz surgida de un gramófono de cuerda que, poco a poco, iba perdiendo intensidad hasta convertir la alegría del pasodoble en una especie de marcha fúnebre. De vez en cuando aparecía por allí el cura del lugar, que dispersaba a la chavalería con su presencia, a la vez que insinuaba, sólo con la mirada, la necesidad de que las parejas se distanciaran en su abrazo danzante.


Para llevar a cabo tanta actividad era necesario alimentarse y para eso estaban el pollo o el conejo cogidos directamente en el corral, el cordero del rebaño, la frutas, verduras y hortalizas del huerto, los huevos recogidos todavía calientes del ponedero, el pan del horno, caliente, y la leche de la vaquería.


Aquellas sí eran vacaciones rurales. Sin jacuzzi en la casa, una tina era suficiente. Los baños, que más que nada eran chapoteos mojándose los pies, se celebraban colectivamente por toda la pandilla en un río/arroyo de apenas cincuenta centímetros de profundidad, la televisión no existia y la radio solo se sintonizaba al llegar la noche, sin contar, por otra parte, con la escasez de energía eléctrica. Había que recurrir al candil alimentado por aceite. Al actual senderismo se le llamaba “vamos al monte” y el hogar para cocinar, un fuego con sarmientos y unas trébedes para apoyar los pucheros. Todo de lo más natural, sin sofisticaciones importadas al campo desde la ciudad.

Eran auténticas vaciones rurales.

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